Por Juan Camilo Quesada Torres*
Este texto es tomado de ElQuinto.com.co y se publica gracias al acuerdo entre dicho portal y la Corporación Nuevo Arcoiris.
La tele siempre queda encendida a la hora de dormir. Rueda algún video de YouTube, uno que nos resulte de interés y luego el algoritmo va seleccionando lo que le va pareciendo que debe ir en sucesión, aunque no haya nadie observando.
Durante las próximas tres horas, hasta que la tele se apague por falta de “movimiento” o ausencia de órdenes dadas desde el control remoto, o cuando alguna de las dos tenga la capacidad para dar la orden de apagar, la tele rodará videos a su gusto.
Hace unas noches nos quedamos dormidas de ese modo. Desperté a la madrugada y me encontré con una conferencia sobre la guerra de Troya, impartida por el profesor Adolfo J. Domínguez. Se hacía en el auditorio de la Fundación Juan March a nombre de la Universidad Autónoma de Madrid (La guerra de Troya (II): arqueología, historia e imaginario · La March). Hace parte de una serie de conferencias sobre la influencia de la guerra de Troya en las artes de la Grecia antigua y del Imperio Romano.
Siguiendo el hilo de lo que hacen la Fundación y la Universidad, llegué a un ciclo sobre los fenicios en donde también participa el profesor Domínguez (Los fenicios (I): entre el misterio y la realidad · La March). Los fenicios o púnicos fueron un conglomerado de pueblos que se extendieron por toda la cuenca del Mediterráneo desde lo que es el actual Líbano hasta Túnez, Libia, Argelia y, como lo señala el profesor, incluso Cádiz (España). Fueron los mayores enemigos del imperio Romano antes de la era cristiana y Aníbal su general más feroz con Cartago (Túnez) como su principal ciudad.
Según Domínguez, en Roma se hablaba y se trataba con desprecio a los fenicios. Se decía que eran sucios, tramposos y desleales. Encarnaban, en el discurso oficial, todo lo opuesto a las virtudes romanas. En las arenas de los coliseos, los esclavos, devenidos en luchadores, representaban a los ejércitos púnicos y eran devastados por quienes luchaban como romanos, ante la vista de decenas de miles de personas. No se les veía como humanos.
Los tratos crueles y degradantes hacia quienes se les considera enemigos de los valores e intereses dominantes se fueron transmitiendo desde Roma hasta nuestros días. La crueldad pública contra los fenicios hacía parte del modo romano de vivir y se quedó en la cultura política de occidente.
Un par de ejemplos al respecto: las capturas de Muamar el Gadafi y de Saddam Hussein, en pleno siglo XXI estuvieron precedidas por la popularización de sus imágenes como dictadores inhumanos y sanguinarios. A través de los medios de comunicación se les presentó como animales que poco tenían que ver con nuestra especie.
Deshumanizados por completo a los ojos de la opinión pública, nadie protestó porque sus capturas y ejecuciones se hicieran sin seguir ningún procedimiento legal y, más bien, con una crueldad absoluta y muy bien mediatizada. El mensaje fue claro: estos dictadores eran tan poco humanos, que no merecían, ni siquiera, un tribunal.
Algo similar ocurre en medio oriente hoy. No importa si son herederos de la tradición asiria, sumeria, árabe o si son iraníes, iraquíes, sirios, libaneses, kurdos, palestinos; a todos, occidente los considera indeseables. Incluso, a los herederos fenicios del norte de África (provenientes de Libia y Túnez, por ejemplo) se les considera parte integrante del círculo de la maldad. Nos los presentan como sujetos que merecen morir en pateras sin auxilio, ahogados en el mar Mediterráneo.
La más alta expresión de esa crueldad que cruza, como señal de identidad, la historia de occidente es lo que hoy ocurre en Palestina: allí, el gobierno de Israel lleva a cabo un genocidio -a nombre de la preservación de los valores e intereses de occidente-. Justo en la zona que, coincidencia o no, fue hogar de los antiguos fenicios en oriente.
Benjamín Netanyahu y sus cómplices del gobierno israelí no solo han arrasado físicamente con la franja de Gaza, porción del territorio palestino que ya tenían sumida bajo una forma de apartheid o ghetto, sino que han asesinado a varios centenares de miles de niños y niñas, y usan el hambre como arma de guerra.
Como en la época del Imperio Romano, el régimen fascista de Israel no considera humanos a estas personas descendientes de fenicios.
Para occidente o, mejor dicho, para Europa y Estados Unidos no existen ni el genocidio ni el fascismo en Israel. Contra toda evidencia y a pesar de múltiples informes producidos por organismos internacionales y multilaterales, los políticos y empresarios que gobiernan el mundo respaldan las acciones del Estado israelí. Le imponen algunas sanciones inocuas, y siguen financiando el genocidio.
Parece que hemos olvidado mucho de lo que el pueblo fenicio y sus descendientes han dado a la humanidad. Les debemos, por ejemplo, la invención del libro: la primera producción de papiro se hizo en la ciudad fenicia de Biblos -vaya nombre. A la gente de Gaza (gazatíes) les debemos la creación de la gaza, esa telita fina sin la cual no podríamos curar ninguna herida. Lo hemos olvidado.
Ahora, en cambio, sabemos que ni los libros ni la gaza son suficientes para curar la crueldad; que hay un montón de heridas que van quedando abiertas y que hay deudas históricas que no podrá pagar la humanidad. Ni el alma ni el cuerpo podrán curarse de la mano de occidente; de este occidente.
El asunto, entonces, no es Javier Milei que goza dejando en la miseria a las personas indefensas, ni Álvaro Uribe que reconoció haber dado la orden en cuyo cumplimiento fueron asesinados miles de civiles inocentes e inermes, ni Donald Trump, negociante dispuesto a violar todas las Leyes para hacer crecer su riqueza personal. No.
Ellos son responsables de poner en marcha la crueldad, pudiendo no hacerlo. Pero el asunto de fondo es la cultura en la cual vivimos; esta cultura que, como se dijo antes, ha hecho de la crueldad su señal de identidad.
*Doctorando en Sociología UNSAM/EIDA (Argentina) – Investigador en Economía popular.