Por Walter Aldana Q.
Una tormenta política, conceptual y de orden público, vivimos por estos días en nuestro departamento. Se conjugan elementos de orden proselitista electoral que se refleja en declaraciones de operadores políticos regionales, ante el «bloqueo», dicen unos, «secuestro», dicen otros, de 57 soldados en un número de 57 en el Cañón del Micay.
Y son confusas las declaraciones institucionales en relación con el suceso, lo cual conviene al conflicto.
Lo innegable es que, como todos los territorios alejados de los centros urbanos, históricamente esa región ha carecido de acceso a una infraestructura institucional pública, así como de oportunidades para la generación de ingresos, lo cual ha permitido el enraizamiento de estructuras de carácter político militar y económicas al servicio del narcotráfico, multinacional que ha sido funcional al modelo de gobernanza que se ha ejercido por más de doscientos años en el país.
Las personas naturales de esa región y las que han migrado hasta allí, han visto la necesidad de organizarse en cooperativas, asociaciones campesinas, resguardos indígenas y consejos comunitarios afro para soñar su futuro, para diseñar su mejor vivir, con el fin de construir propuestas de desarrollo y abrir la interlocución con una institucionalidad sorda, paquidérmica y burocrática, que genera desconfianza respecto de su voluntad para cumplir los acuerdos, como ha ocurrido en el caso de las y los pequeños productores de hoja de coca, marihuana y amapola con el fracasado Plan integral de sustitución de cultivos de uso ilícito PNIS.
En consecuencia, en esa región del Cauca, como en todos los territorios excluidos por décadas, la presencia de grupos armados ilegales se ha metido en la cotidianidad de sus habitantes, ejerciendo control social, regulando comportamientos individuales y en el entorno comunitario, y determinando la dinámica económica. En últimas, han ejercido la «autoridad» militar y reguladora de las relaciones de convivencia, mediante el poder del convencimiento o el constreñimiento por la fuerza de las armas.
Por esas razones, es erróneo calificar al campesinado de «secuestrador»; las presiones ejercidas por los grupos armados ponen a este sector poblacional ante la disyuntiva de obedecer o emigrar de su terruño, espacio amado y heredero tras generaciones.
Se ha invertido la lógica: los que por la Constitución y Ley deberían ser protegidos, hoy son señalados. Es responsabilidad de la institucionalidad ejercer la soberanía en esas regiones, dar garantías a la población civil para liberarse de las presiones de los grupos armados, en lugar de graduar de actor armado a una población que ha sido abandonada a su suerte en medio de un conflicto en el que no se respeta a la población civil.