Por Gustavo Melo Barrera
La idea de una Asamblea Constituyente vuelve a ocupar el centro del debate político en Colombia, generando tanto esperanza como desconfianza. Para algunos, es el camino inevitable hacia una democracia más participativa; para otros, un riesgo latente de concentración del poder. Pero más allá de los discursos partidistas, la verdadera pregunta es: ¿qué debería cambiar la Constituyente si llega a aprobarse durante este gobierno?
En esencia, una nueva carta política tendría que resolver tres grandes déficits: la lentitud judicial, el bloqueo legislativo y la desconexión entre la voluntad popular y las decisiones del poder. La Constitución del 91 fue visionaria, pero las instituciones encargadas de aplicarla se han vuelto un engranaje pesado y autorreferencial. Hoy, la justicia se demora años en dictar sentencia mientras reacciona con sorprendente agilidad para defender a ciertos poderosos; y el Congreso, atrapado entre cálculos electorales y cuotas burocráticas, convierte cada reforma en un campo minado de intereses cruzados.
Una Constituyente tendría que tocar los cimientos mismos del Estado: revisar la elección de magistrados, los mecanismos de control político y la arquitectura fiscal del país. Sin embargo, el riesgo de que el proceso se convierta en una pugna de poder es enorme. Si la Constituyente no nace del consenso nacional, sino del impulso de un solo bloque político, terminará siendo una victoria momentánea para unos y un motivo de resistencia para otros.
El debate real no es si hay que cambiar la Constitución, sino cómo hacerlo sin destruir el equilibrio institucional. En un contexto preelectoral como el que se aproxima a 2026, cualquier intento de transformación puede interpretarse como una jugada electoral, especialmente cuando los partidos tradicionales temen perder privilegios ante una eventual redistribución del poder.
Pero si la Constituyente no logra abrirse paso, Colombia deberá buscar alternativas para destrabar el tren del cambio. Una opción viable sería un gran pacto legislativo nacional que priorice tres reformas estructurales: justicia, participación y equidad económica. No se trata de crear más leyes, sino de eliminar los filtros políticos que impiden que las ya existentes se cumplan. La coalición dominante en el Congreso ha perfeccionado el arte de la dilación: proyectos archivados, comisiones fantasmas y votaciones estratégicas que paralizan cualquier avance social.
Otra ruta —más técnica, pero igual de urgente— sería una reingeniería del sistema judicial, empezando por el Consejo Superior de la Judicatura y los procesos de selección de jueces y magistrados. Si se quiere restaurar la confianza en la justicia, debe cortarse el cordón umbilical que une a los grandes políticos con quienes los juzgan o los absuelven. Hoy, varios magistrados llegan a las altas cortes apadrinados por los mismos clanes que luego buscan protección en ellas. La independencia judicial, tan defendida en el discurso, sigue siendo en la práctica un terreno de favores y silencios.
Finalmente, Colombia podría apostar por un modelo de democracia participativa real, no retórica. Cabildos regionales permanentes, consultas ciudadanas vinculantes y participación directa en la elaboración de leyes podrían renovar el pacto social sin necesidad de reescribirlo desde cero. El país necesita abrir el micrófono más allá del Capitolio, dejar que las regiones y la ciudadanía incidan directamente en las decisiones nacionales.
El dilema no es ideológico, sino temporal. O el Estado se reforma desde dentro con mecanismos ágiles y concertados, o la frustración social seguirá alimentando la idea de que la única salida es romperlo todo para empezar de nuevo. La Constituyente puede ser una herramienta legítima de transformación, pero también un arma de doble filo si se usa sin brújula ni consenso.
Colombia no necesita una nueva Constitución cada treinta años. Necesita instituciones que funcionen, una justicia que sancione y un Congreso que legisle para la gente, no para sus financistas. Si la Constituyente no despega, el cambio no debe morir en la estación. El país puede y debe avanzar mediante una reforma política y judicial profunda, que no dependa del cálculo electoral sino de la urgencia social.
Porque al final, la verdadera revolución no está en redactar nuevos artículos, sino en cumplir los que ya existen con ética y voluntad política.