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El reality donde la democracia se maquilla con spray tan y se disfraza de apocalipsis.

Por Gustavo Melo Barrera.

Texto publicado gracias a una alianza con el portal elquinto.com.co

Estados Unidos ya no es una república: es un set de grabación. Y Donald Trump, ese mesías naranja con ego de torre dorada, no gobierna, sino que dirige el show más grotesco del hemisferio. Su gabinete no es un equipo: es una colección de monstruos ensamblados con retazos de corrupción, dogma religioso y olor a narco. Bienvenidos al circo de la decadencia, donde cada funcionario parece salido de una licuadora entre Jeffrey Epstein y el manual de tortura de Guantánamo.

El casting del horror

Trump no eligió ministros: hizo un casting. Buscaba personajes con más escándalos que títulos universitarios. Y vaya si los encontró. Secretarios de educación que creen que el álgebra es marxismo, generales que confunden Irán con Ikea, y pastores que citan la Biblia como si fuera el reglamento interno de la NRA. La coherencia ideológica es tan escasa como el champú en su peinado.

Cada reunión de gabinete parecía una sesión espiritista: uno hablaba con Dios, otro con ExxonMobil, y el resto con sus abogados defensores. El único requisito para entrar era tener antecedentes, una cuenta offshore y la capacidad de sonreír mientras se recorta el presupuesto de salud pública.

Marco Rubio: Miami Vice con crucifijo

Y como todo reality necesita un villano con cara de seminarista y alma de lavador de activos, ahí aparece Marco Rubio. El senador que huele a colonia barata y a maletín caliente. Se vende como la conciencia moral de Florida, pero sus silencios tienen más cocaína que un episodio de Narcos. En los pasillos del Capitolio se murmura que sus discursos son tan vacíos como sus cuentas bancarias son llenas.

Rubio es el tipo que condena el comunismo en público y negocia con carteles en privado. Nadie lo acusa formalmente, claro. Pero en Washington, cuando el río suena, es porque alguien está lavando dinero en la fuente.

MAGA: santos de día, pecadores de noche

Los congresistas MAGA son una mezcla entre predicadores evangélicos y clientes VIP de burdeles en Las Vegas. En campaña, defienden los “valores familiares”; en privado, organizan orgías con whisky escocés y prostitutas que cobran en criptomonedas. Cada escándalo que estalla no los debilita: los fortalece. Porque en este reality, la corrupción no es un error: es el guion.

Votan contra los derechos civiles mientras firman contratos con empresas fantasmas. Se indignan por los migrantes, pero contratan jardineros sin papeles. Y cuando los pillan, se refugian en la Biblia, el himno nacional y una bandera que usan como servilleta.

Epstein: el muerto que sigue asustando desde el más allá

Y justo cuando creías que el show no podía ser más turbio, aparece el fantasma de Jeffrey Epstein. El benefactor de élites que murió en una celda más vigilada que el baño de Melania. Epstein es el amigo incómodo de Trump: el que aparece en fotos, en fiestas, en agendas y en pesadillas judiciales.

Cada vez que se menciona su nombre, el establishment tiembla. ¿Cuántos congresistas aparecerán en ropa interior en la portada del New York Post? ¿Cuántos secretos están guardados en carpetas que huelen a Chanel y a tráfico de menores? Trump dice que no recuerda. Pero las cámaras sí. Y los archivos también.

El mesías naranja y su cruzada de papel higiénico

Trump se proclama víctima, mártir, héroe y salvador. Todo en el mismo tuit. Sus fieles lo siguen como si fuera Moisés con GPS. Cada acusación judicial es, según ellos, una conspiración de comunistas, extraterrestres y Hillary Clinton reencarnada en Nancy Pelosi. La lógica es simple: si Trump roba, es porque Dios se lo pidió.

Su cruzada no tiene ideología: tiene merchandising. Camisetas, gorras, biblias firmadas y hasta papel higiénico con la cara de Joe Biden. Es un culto sin teología, pero con tarjeta de crédito.

Epílogo: el casino donde todos pierden menos él

La política con Trump nunca fue política: fue un casino donde él siempre es la casa. El pueblo juega, apuesta, se arruina, pero al final el único ganador es el magnate naranja que sonríe desde su torre en Manhattan. La democracia estadounidense, mientras tanto, se pregunta si podrá sobrevivir a otra temporada de este reality grotesco. Porque, como todo casino, tarde o temprano alguien pierde hasta la camisa. Y con Trump, el riesgo es que quien la pierda no sea él, sino el planeta entero.

Para terminar, el futuro político de Trump y Melania no se decide en las urnas, sino en los camerinos del reality que ambos protagonizan: él, soñando con volver a la Casa Blanca como emperador naranja; ella, calculando su próxima huida con tacones de lujo. Y, mientras tanto, la sombra sonriente de Justin Trudeau se proyecta como contraste obsceno: el vecino joven, liberal y fotogénico, recordándole al mundo que en política no basta con tener spray tan para una esposa de porcelana, porque ella podría mirar  sonriente hacia el vecino.