Ahora, en La Habana, comienza el debate de otro tema de hondo calado. Y como en el primero, el del tema agrario, no hay nada de extraordinario en ello. Lo extraordinario es poner sobre la mesa esta discusión, por fuerza de una negociación política con las Farc y no porque el país se lo haya planteado como paso necesario en su modernización.
No es extraordinario que se plantee que las Farc busquen hacer política y que la negociación tiene que pasar por garantizarles a las Farc hacer política. Desde los sectores más reaccionarios del país se dirá que son estas las que no han dejado hacer política, por su accionar violento y evidente control y veto en las zonas de su influencia. Pero para bien de lo que no puede volver a pasar en Colombia, no olvidemos el exterminio al que fue sometida la Unión Patriótica, movimiento fruto del único punto acordado a principios de la década de los 80 entre la administración de Belisario Betancur y este grupo guerrillero y hoy sin personería jurídica por el formalismo de no lograr los votos necesarios para su subsistencia, como si la mayoría de sus militantes no estuvieran muertos o en el exilio.
Esto sin mencionar aquí el desangre de dirigentes políticos y líderes sociales de otras vertientes.
La Corriente de Renovación Socialista, CRS, agrupación a la que representé en los diálogos de 1993-1994, con el entonces presidente César Gaviria, es muestra viva de que en Colombia puede ejercerse la política sin armas. Pero también, y en honor a la verdad, es muestra viva de las limitaciones que sufren las minorías en los sistemas políticos hechos a la medida de los intereses que históricamente han dominado económica y militarmente la política colombiana.
Nos decidimos por la paz sin armas en momentos en que la Constitución de 1991 contemplaba en sus artículos 12 y 13 transitorios la probabilidad para movimientos en armas en curso de negociaciones de paz ascender a escaños en el Congreso de la República. Era un ambiente de evidente reformismo e inclusión de sectores por siempre olvidados como los campesinos, los indígenas y los afrodescendientes.
Con todo, ya para esa época personalidades como Antonio Caballero advertían la estrechez de esta ‘amplia’ participación, al percatarse que ni los poderes militares ni económicos habían sido tocados por la Asamblea Nacional Constituyente. Hay que decir, para ser francos, que tampoco en esta oportunidad están siquiera en discusión estos aspectos en La Habana, y, por el contrario, el propio Presidente se ha anticipado a advertir que el modelo económico no está en juego y, quizá,por congraciarse con los militares, propuso la disparatada idea del ingreso de Colombia a la Otán.
Como tuve oportunidad de decirlo en una columna anterior, Colombia entró en el siglo XXI debatiendo cómo hacerles frente a problemas estructurales que la mantienen rezagada en el siglo XX. La distribución de la tierra es uno de estos. La participación política es otro.
Me refiero a la verdadera participación política, esa que pasa por un Estatuto de la Oposición, que en Colombia no existe; y por devolverle, en un justo acto de reparación, la personería jurídica a movimientos como la Unión Patriótica; pero que trasciende todas las instituciones y moldea al nuevo ciudadano que ve en el ejercicio de la política una probabilidad cierta de transformar su entorno próximo a través del ejercicio consciente del voto o de la opción legítima de liderar nuevas alternativas políticas.
No es gratuito lo que está pasando en Bogotá, cuando modelos de izquierda buscan transformar las estructuras económicas que están acostumbradas a imponer sus reglas de juego. Fíjense como proyectos como el del POT, que discutían el aporte del capital privado al bienestar de lo público, se vieron envueltos en mala prensa al punto que lo hundieron sin siquiera debatirel modelo de ciudad de la propuesta.
También, dos organismos de control conservadores hacen uso de los recursos legales para oponerse a la construcción de la ciudad del alcalde Petro. Y como todo está revestido de la solemnidad que abroga la ley, pues nada es objeto de sospecha.
La discusión de la participación política no es en abstracto. Hay que vincular el pasado, con hechos como los sucedidos a la Unión Patriótica, y el presente, con hechos como el interés de adelantarle la revocatoria a Petro, para darse cuenta del hondo calado que contiene este debate, en un país que está acostumbrado a defender con violencia los intereses establecidos cuando las herramientas legales que ha construido para preservar su dominio fallan con ocasión a situaciones impredecibles como una negociación en La Habana.
Fernando Hernández Valencia
Director Corporación Nuevo Arco Iris