El gobierno ha decidido reabrir la ventanilla minera a nuevas solicitudes de concesión, no obstante las advertencias de la Contraloría que a través de un sólido estudio develó los grandes riesgos económicos, sociales y ambientales que se ciernen sobre el país si el gobierno no replantea su política minera. La academia y las organizaciones ambientalistas en el mismo sentido han alertado sobre los peligros, en buena parte ya existentes, de una explotación minera irracional y depredadora. Esto ocurre, en un escenario legal en el cual la única normatividad existente es el permisivo código minero de 2001 o ley 685, ley que es revivida al ser dejada sin piso legal por la Corte Constitucional la ley 1382 de 2010, en razón de que el gobierno, por motivos aun no conocidas pero que no dejan de sembrar dudas, no hizo uso de los dos años que le permitían corregir los vacíos constitucionales en la misma.
A los problemas ambientales ampliamente documentados y un problema social de fondo como la minería artesanal en extremo criminalizada y subsumida por la llamada minería ilegal de la cual depende el 70% de la explotación del oro, se suma un problema no suficientemente visualizado y es la relación de esta política minera con la paz y más específicamente con el proceso de negociación que se adelanta en la Habana. Tres políticas: la política de restitución de tierras, la política de paz y la política minera, que deberían caminar en unidad de propósitos, hoy dadas las condiciones económicas, legales y políticas podrían situarse en direcciones opuestas.
Una de las grandes apuestas del Gobierno a la paz fue sin duda la ley de víctimas y de restitución de tierras, esto es , restituir a las víctimas por lo menos dos millones de hectáreas producto de la desposesión violenta ocurrida principalmente por la acción paramilitar. Su otra gran apuesta ha sido su intencionalidad de dar término por la vía de la negociación política al conflicto armado que sostiene por décadas con la organización insurgente las FARC. Pero estas apuestas no pueden ser leídas al margen de la racionalidad económica de un plan de gobierno que ha centrado su modelo de acumulación en la minería extractivista, modelo de acumulación que tiene al capital inversor global como una de sus puntales.
Miremos el origen de nuestras preocupaciones. Para la restitución de tierras el gobierno a definido y priorizado once zonas. Estos territorios representan en el total nacional el 48% del desplazamiento forzado, lo cual quiere decir, que corresponden a territorios sometidos a la violencia de actores armados legales e ilegales y en no pocos casos por agentes del Estado. De los títulos mineros otorgados desde el 2004 al 2010 el 50% así como el 54% de los títulos solicitados en concesión, corresponden a estos mismos territorios. El gobierno a manera de cuenta gotas ha empezado a devolver tierras y con las FARC ha llegado al parecer a acuerdos sobre un tema central como la perspectiva de un desarrollo rural integral que tiene como norte incidir en la histórica deuda social que se tiene con el campo, que tiene como telón de fondo el gran latifundio. Pero la historia colombiana en gran medida es la historia de la desposesión violenta de la tierra. Ninguno de los intentos institucionales por democratizar la posesión de la tierra ha sido exitoso más sí los procesos violentos iniciados con la guerra partidista de los 50 y continuada por el paramilitarismo en época más reciente.
Los intereses del capital global, sin duda el nacional también, están puestos en el campo colombiano como un escenario privilegiado en su suelo y subsuelo para resolver sus necesidades de acumulación actuales. Pero éstos no son los únicos: El narcotráfico ha encontrado en la minería una posibilidad expedita para blanquear dineros y las organizaciones armadas ilegales (las bacrim y las mismas FARC) han encontrado en el sector minero-energético una buena fuente de financiación. Como lo evidencian hechos bien conocidos (Chiquita Brands en Urabá por ejemplo) la seguridad es un problema pero no un impedimento para el capital, si la oferta de seguridad no es posible desde lo legal no hay escrúpulos en buscarla en la ilegalidad. Unos territorios como los mencionados que adolecen de un estado fuerte (no se tiene el monopolio de la fuerza y su capacidad de cumplir el papel regulatorio es mínimo) y que se caracterizan por una gobernabilidad demasiado vulnerable a la ilegalidad, explica el porqué en la escala municipal mueren las mejores intenciones y es un campo abonado a que la institucionalidad le sea funcional a los intereses privados y a todo tipo de agentes armados ilegales.
El problema es entonces de este orden: de no introducirse cambios en la legislación minera y cambios en las capacidades del estado en su escala municipal, en particular, en la posibilidad real de hacer imperar la legalidad, Colombia se vería abocada al fracaso de políticas como la restitución de tierras e inclusive a los potenciales acuerdos de paz, al no establecerse impedimento alguno para que se den las condiciones para un nuevo ciclo de desposesión violenta. También nos veríamos expuestos a la dura realidad de encontrarnos un campo inviable e insostenible ambientalmente víctima de la acción depredadora de un capitalismo que no piensa sino en sus tasas de ganancia. La amenaza no es pues un cuento, mucho más cuando no hay razones para pensar que no sea la racionalidad económica la que al fin se imponga y la locomotora minera camine sobre rieles como aspiran propios y extraños que en manada presentan en la actualidad sus solicitudes de concesión.
¿Será posible revertir esta lógica y una negociación exitosa en la Habana podría ser el punto de inflexión? Esta podría ser la oportunidad, ojalá estemos a la altura de las circunstancias, pues la construcción de la paz ni comienza ni termina en la Habana.
José Giron Sierra
Julio 3 de 2013