Por: Francisco Gutiérrez Sanín
Al parecer, la dura y desigual lucha que tiene lugar en este momento en el Catatumbo es producto de una oscura confabulación.
Los campesinos están azuzados por fichas de las Farc. Entre ellas se cuenta Jerez, el líder de la movilización, quien, según han denunciado al unísono muchos medios de comunicación y organismos de seguridad, está fletado por la guerrilla y ni siquiera es campesino, como que viene de una larga residencia en Europa (la fenecida Unión Soviética y España).
Tengo al respecto dos noticias, una mala y otra buena. La mala: esta narrativa muy pobre. Que la primera reacción frente a la protesta social sea esta vieja canción —lo reconozco: un entrañable hit de todos los tiempos en nuestra vida pública— explica en parte por qué seguimos en las que seguimos. Indudable: no está bien que un líder social esté enredado con grupos armados ilegales, o que la protesta use explosivos. La evidencia publicada hasta el momento contra Jerez es muy, muy delgadita, y la terrible denuncia lanzada por el ministro de Defensa, según la cual el hombre ha estudiado y no calza cotizas, sólo habla mal de quien la emite: pues corresponde al prejuicio primitivo de que un líder campesino, para ser genuino, tiene que vivir en una raíz. Pero si sale algo serio, entonces es legítimo, y obligatorio, que operen los mecanismos judiciales.
Sin embargo, una de las funciones de los gobernantes —y no la menor— es pensar por qué suceden las cosas. ¿Qué clase de magnetismo tendrá Jerez para arrastrar a los campesinos a una movilización por la que ellos mismos pagan costos tan altos? ¿Por qué tanta rabia? ¿Habrá estudiado Jerez hipnotismo en los húmedos sótanos de la KGB? Es posible. Pero una explicación harto más razonable se encuentra cuando uno revisa la atormentada trayectoria de la región del Catatumbo.
Allí operó un grupo paramilitar extraordinariamente sangriento, dirigido entre otros por alias Camilo, El Iguano y Salvatore Mancuso, que desarrolló, en medio de aterradoras masacres, una política explícita de desocupación del territorio. Sobre el particular no hubo indicios oscuros, ni asociaciones problemáticas, ni correos electrónicos sugerentes, sino toda la brutal evidencia que se podría tener, con los correspondientes siniestros detalles. Decenas o centenas de cuerpos, a veces con espantosas mutilaciones. Junto con, cómo no, una masiva expropiación.
Esta es una de las regiones más extremas en términos de desplazamiento en el país. Los que ahora se lanzan a la calle rechinando los dientes acaso sean los sobrinos, o los hijos, de quienes cayeron, huyeron y/o sufrieron bajo este aguacero de violencia. ¿Y saben qué? He revisado la prensa del período cuando sucedieron los hechos, y nadie dijo nada. Cero. Salvo algunos periodistas acuciosos, no hubo quien se rasgara las vestiduras, ni quien lanzara una señal de alarma. Otro sí: tiempos después, en el contexto de justicia y paz, Mancuso declaró que esta ofensiva suya en el Catatumbo había sido desarrollada de manera muy coordinada con el Estado. Todo esto fue recibido, una vez más, con un silencio sepulcral.
Y esto me lleva a la buena noticia. La furia, la indignación y la desconfianza de los campesinos del Catatumbo respecto del Estado tiene una explicación sencilla. Así que en lugar de desempolvar el viejo hit del agitador profesional —un disco de vinilo que ya estaba rayado cuando yo cumplí mi mayoría de edad—, el Estado podría empezar a tomar en serio las demandas que se le plantean. Tomar en serio no significa decir sí a todo. Pero un Estado moderno no puede simplemente desentenderse de las trayectorias de horror que él mismo ha propiciado.
Francisco Gutiérrez Sanín | Elespectador.com