La semana pasada en Tunja, un estudiante murió y otros dos quedaron mutilados, luego de que uno de ellos tropezara con una serie de “papas-bomba” y “petos”, mientras que cerca de 50 estudiantes se enfrentaban a la Policía. Unos días después, tres estudiantes más murieron en Bogotá, en la localidad de Suba, cuando al parecer manipulaban explosivos. Inmediatamente los comentarios y análisis no se hicieron esperar, pero estas opiniones podrían resumirse en dos grandes líneas. El principal análisis, derivado de la Policía Nacional, es que gran parte de lo sucedido se debe a una infiltración por parte de grupos armados ilegales en las universidades del país. El segundo análisis, mas asociado a las autoridades públicas, intenta mostrar esta situación como una patología humana, o un comportamiento desviado de sectores estudiantiles.
De quién es la responsabilidad, parece ser la pregunta de fondo: ¿de los padres, de la universidad, de las autoridades, o de ellos mismos? Mi respuesta, en una sola frase, es de la sociedad. Y quisiera argumentar está afirmación en dos partes. Por un lado, los grupos armados ilegales, siempre han intentado infiltrar el movimiento estudiantil, en algunos casos y épocas con mayor éxito que en otras, pero la aspiración siempre ha existido, sin embargo los grados de infiltración hoy día son mucho menores que los de hace 20 años, y aun más pequeños que los de hace 12 años. Esta infiltración hoy es marginal, el movimiento estudiantil cada vez es más autónomo y rechaza las vías de hecho. La otra realidad, es que este tipo de expresiones violentas no necesariamente se asocian a la presencia activa de grupos armados ilegales, desafortunadamente, hasta en internet se consiguen los manuales para preparar “papas-bomba” y “petos”, no se requiere, en realidad un entrenamiento armado.
En cambio, manifestar que estos hechos son producto de una infiltración, o manipulación de algunos estudiantes por parte de agitadores profesionales o miembros de grupos armados ilegales, trae consigo una satanización del movimiento estudiantil, además es considerar al estudiante como un objeto, que sencillamente se deja manipular al antojo de cualquier extraño, cuando el estudiante es un ser pensante, activamente propositivo y sobre todo rebelde. Tal vez la pregunta sea por qué un estudiante llega a este punto. Si bien la tesis de la infiltración es válida hasta cierto punto, también estudiantes y en general el movimiento estudiantil siente que sus peticiones no son escuchadas, ni tenidas en cuenta a la hora de discutir temas fundamentales para la sociedad.
¿De quién es la responsabilidad en la muerte de los estudiantes por las “papas-bomba” en Tunja y Bogotá, de los padres, de la universidad, de las autoridades, o de ellos mismos? Parece ser la pregunta de fondo.
Nótese como durante el segundo semestre de 2011, fue hastaque las movilizaciones se hicieron masivas, y llegaron a paralizar el tráfico en ciudades como Bogotá, que la Ministra de Educación optó por dialogar sobre la reforma a la educación superior, cuando desde el año 2010 los estudiantes venían pidiendo este diálogo. En el 2012, en algunas universidades como en la Nacional, la discusión se centró en la elección de rectores, nuevamente la queja de los sectores estudiantiles es que sus opiniones no son tenidas en cuenta. De hecho varias universidades tienen una especie de consulta a sus estudiantes y profesores, pero estas no son vinculantes.
De tal forma que estas vías de hecho, también tienen explicaciones de exclusión y sentimientos de impotencia por parte de sectores del estudiantado. Claro está que esto no justifica las acciones violentas. Pero las respuestas a estos hechos lamentables, que han cobrado la vida de estudiantes, no puedan ser la satanización y mayor exclusión. Existen otras formas de limitar esta violencia. Un buen ejemplo es lo sucedido con Transmilenio, donde la administración distrital creó los comités de ciudadanos de Transmilenio, ante las protestas que iban en aumento, dando participación social y sobre todo discutiendo soluciones sobre el futuro del trasporte público.
En segundo lugar, los sectores estudiantiles que optan por estas vías violentas, si bien son minoritarios no dejan de ser preocupantes, pero las respuestas a estos hechos no pueden ser únicamente la represión. Se debe distinguir, aunque su línea divisoria sea débil, entre un militante, un simpatizante y un tolerante ante los grupos armados ilegales.Si se castigará a los simpatizantes de estructuras ilegales, por lo menos el 40% de la sociedad colombiana debería estar en la cárcel por simpatizar con el paramilitarismo, y una buena cantidad de miembros de las fuerzas militares estarían en igualdad de condiciones. Lo ideal sería generar las condiciones para que este grupo de estudiantes que se encuentra en esta línea opte por las vías legales y comportamientos ajustados a derecho, pero ello se hace generando oportunidades de movilidad social para estos estudiantes.
Durante décadas, en el país se ha generado el mito sobre la capacidad que tiene la educación para generar movilidad social y progreso en un sentido económico; básicamente se dice que estudiando se sale adelante. Pero ese mito hace años ha dejado de ser cierto, la educación no necesariamente garantiza esta movilidad y una buena cantidad de estudiantes, que no cuentan con un capital social importante que les permita los contactos para vincularse al mundo laboral, no encuentran una salida a socioeconómica. El estudiante muerto en la UPTC, así como el que perdió una pierna, venían de los estratos socioeconómicos más pobres de Tunja, igualmente los tres estudiantes muertos en Suba en Bogotá, tenían como características pertenecer a una clase media-baja en decadencia.
Se podría decir que existe una frustración bastante amplia por parte de grupos de estudiantes que logrando acceder a la educación superior, comprenden, que la sociedad colombiana es de las más excluyentes e inequitativas del Latinoamérica, más aun en las ciencias sociales, donde las perspectivas laborales son bastante reducidas. Así, para una gran parte de los estudiantes que participan en protestas violentas o que rayan con la ilegalidad, el uso de la fuerza no es algo irracional o una patología, por el contrario tiene una motivación social profunda, donde los argumentos no sobran, de ahí la necesidad de crear los canales necesarios para que los debates y discusiones entre sectores sociales y el Estado se resuelvan por la vía del diálogo y no se acudan a acciones de hecho.
Así, que el llamado, más que a buscar y sindicar culpables, que seguramente los habrá, es a la reflexión y a comprender que la protesta social es legítima, pero debe ser cada vez menos violenta. Una democracia necesita de la protesta, de los movimientos estudiantiles y sociales, tal vez la existencia de estos es lo que demuestra lo saludable de un régimen político.
/ Ariel Ávila