Si bien Colombia se ha empezado a preocupar por sus víctimas, hay una faceta de su sufrimiento a la que casi no se ha prestado atención: las cicatrices, en muchos casos indelebles, que ha dejado la violencia en la mente de más de 6 millones de colombianos, una tercera parte de los cuales son niños.
Paradójicamente, en un país que cumple más de 60 años de guerra, no hay estudios serios que den cuenta de ese daño. Los dos trabajos más recientes, aunque focalizados en apenas dos zonas del país, ofrecen una idea de la dimensión del problema. El primero, hecho por Médicos sin Fronteras hace un año entre 4.455 pacientes que fueron a su consulta psicológica en Cauca, Nariño, Caquetá y Putumayo, reveló que la violencia es, entre otros factores estudiados, el evento que más afecta la salud mental de la población civil, con índices de ansiedad y depresión que llegan al 34 por ciento, cifra mucho más alta que la del resto de población.
El otro, hecho por Jiovany Arias de la Universidad de los Andes, con una muestra representativa de 208 víctimas de Montes de María, halló que el 90 por ciento presenta síntomas de depresión y en el 60 por ciento de los municipios de la región la totalidad de los entrevistados tiene valores conclusivos de ansiedad, depresión y propensión a desarrollar síntomas de estrés postraumático.
Aunque estas estadísticas sirven para entender el drama, los expertos prefieren hablar de sufrimiento y no de enfermedad. En realidad su tragedia no fue causada por problemas intrínsecos sino por circunstancias del entorno. Si se limitara a ponerle una etiqueta psiquiátrica a lo que han padecido millones de colombianos por el conflicto, la víctima tendría que llorar sola y con ello la realidad sociopolítica que vivió se silenciaría.
De hecho, el conflicto no afecta a todos por igual. Algunos especialistas señalan que solo el 5 por ciento requiere tratamiento psiquiátrico especializado. Un ejemplo es Carlos Mario Zuluaga, un joven de 25 años que creció en San Carlos, uno de los pueblos más afectados por el conflicto en Antioquia. Sufrió 33 masacres en una década, 156 desapariciones forzadas y 5.000 atentados a la infraestructura. Solo a los 17 años, Carlos empezó a presentar síntomas: “Por la noche no dormía de pensar que ya llegaban a degollarnos. Yo digo que el infierno existe porque lo viví”. Le diagnosticaron un trastorno afectivo bipolar.
La gran mayoría, sin embargo, presenta alguna forma de dolor que, si bien no es una enfermedad, es una carga que a veces no deja vivir. Y si no se atiende adecuada y oportunamente, se podría convertir en una patología mental o somatizarse en un mal físico, como se ha observado entre las madres de los desaparecidos que terminan sus días con cáncer o derrames cerebrales, condiciones que en el fondo son la manifestación de una pena moral profunda derivada de la gran incertidumbre en la que las dejó la guerra.
Más allá de los muertos y las explosiones, la guerra ha transformado escenarios comunitarios en lugares de miedo, truncado proyectos de vida y provocado humillaciones inenarrables, incertidumbres y pérdidas de la identidad. Como le pasó a Oveida Mejía, una mujer de Ríosucio, Chocó, que hoy vive en Valle Encantado, en zona rural de Córdoba: “Yo les cocinaba a 180 niños del colegio. Mi casita era la más abundante y allá los curas siempre se quedaban. Yo allá era doña Ov eida pero en Montería solo me conocía mi hermano”.
Paradójicamente, uno de los sentimientos que genera el conflicto entre las víctimas es la culpa. En Nombrar lo Innombrable, un trabajo del Cinep con mujeres víctimas de Antioquia, hay casos como el de un joven de 17 años que le implora a su madre que lo salve de la muerte a manos de sus victimarios, sin que ella pueda hacer nada. Así aparece la tormentosa idea de que las cosas serían diferentes si los sobrevivientes hubieran actuado distinto. Surge también la rabia contra ellos mismos y el resto del mundo. Predominan la soledad y la sensación de que son “basura” y de que la vida no vale nada. “Una situación que por su complejidad afecta la vida toda”, señala el informe.
El daño colectivo
Los daños emocionales del conflicto no se limitan a lo individual. Se acaban los liderazgos, surge la desconfianza entre quienes antes fueron vecinos y amigos. Se afectan esferas como la familiar porque alguien que no puede atender su propio dolor difícilmente tiene capacidad para ocuparse de otros. Ante el desarraigo, muchas familias se atomizaron, o sus relaciones se deterioraron por el cambio de papeles: los hombres proveedores ya no estaban por lo que sus mujeres debieron asumir la jefatura del hogar. “Todo está relacionado. No tener trabajo no es solo un problema económico: es no darles de comer a mis hijos, y eso genera irritabilidad que puede desembocar en violencia intrafamiliar y alcoholismo”, señala el psicólogo Juan David Villa, de la Universidad San Buenaventura.
Aunque muchos no vivieron directamente la barbarie de la guerra, los expertos no dudan de que la sociedad se afectó al exponerse al conflicto a través de los periódicos o las imágenes en los medios de comunicación. Es así como la guerra trastocó las nociones de justicia, culpabilidad y legalidad. Algunos incluso creen que las barras bravas, los asesinatos por celos o el pandillismo son apenas síntomas del malestar social que ha dejado esta guerra prolongada. “Estamos cosechando las consecuencias de lo que yo llamo impactos transgeneracionales, que ya no son manifestaciones de actores armados”, dice Alfonso Rodríguez, psiquiatra de la Universidad del Bosque.
El reto hacia adelante
Con la promulgación de la Ley de Víctimas estas personas han empezado a ser tenidas en cuenta y atendidas. Eso es un comienzo. Martín, un desplazado de Córdoba que desde hace poco recibe atención integral a través del Programa de Atención psicosocial del Ministerio de Salud sintió alegría cuando el equipo interdisciplinario tocó a su puerta para saber cómo estaba y si necesitaba algo. La psiquiatra Bertha Lucía Castaño, fundadora de la Corporación Avre, explica que ese simple hecho tiene gran importancia en la reparación del daño porque es una muestra de que el Estado aceptó su error.
Atender las víctimas es fundamental porque hacer público el dolor les hace entender que el problema no es individual sino del contexto sociopolítico del país y que “su identidad de víctimas fue creada por otros”, dice Liz Arévalo, psicóloga de la Fundación Vínculos. También les ayuda a ver su doble condición de víctimas y sobrevivientes que han hecho esfuerzos valientes para sobreponerse al dolor y a la tristeza y a batallar por sus derechos.
Para algunos la atención psicosocial del Estado es un gran esfuerzo, pero no es suficiente para la dimensión de la tragedia. “Un psicólogo no es nada en un municipio como San Carlos, donde el 80 por ciento de la población fue víctima del conflicto. Tendríamos que tener diez”, dice María Patricia Díaz, alcaldesa de San Carlos. pastora Mira, concejal del municipio, agrega que este problema no se puede manejar con ‘contraticos’ sino con un centro especializado.
La sanación de las heridas mentales debe involucrar otras esferas, como la atención integral en salud. Pero también debe pasar por la Justicia, porque la impunidad deja al agresor en libertad de seguir amenazando a las víctimas y en esas circunstancias la rabia y el odio aumentan. Es el resentimiento del que habla Jean Amery, sobreviviente del holocausto judío, que surge por sentirse un extraño en medio de una sociedad que salió ilesa de la guerra y que sigue su vida como si nada hubiera pasado.
Las víctimas necesitan un presente digno, seguro, con garantías de que podrán trazar un futuro para que puedan por fin dejar de ser víctimas. También se necesitan espacios de memoria en donde sus conciudadanos vean los horrores que padecieron. Además, se requiere de todo un esfuerzo, que desde el sistema educativo, promueva una gran reflexión sobre los valores perdidos y los que hacen falta para convivir en paz.
Esa es una responsabilidad no solo del Estado, sino de toda la sociedad que debe salir de la indiferencia, pues si bien negar el conflicto, no verlo, es una reacción normal para preservarse de algo muy doloroso, también puede ser síntoma de una gran afectación.
Si se quiere hablar de posconflicto y reconciliación, es necesario atender los casos como lo merecen. Las víctimas, que aguantaron lo indecible y han mostrado valentía enorme, necesitan recuperar su lugar en la sociedad como ciudadanos, merecen el reconocimiento de que lo que les pasó fue muy grave, pero sobre todo, la garantía de que no se repita. Y aún falta mucho para eso.
Tomado de: http://www.semana.com/especiales/conflicto-salud-mental/index.html