De presidente, Uribe buscó aproximaciones con las Farc para un proceso de paz y ofreció libertad condicional para delitos atroces, pero hoy se opone a toda negociación y está convirtiendo a las víctimas de la guerrilla en un obstáculo formidable para la terminación del conflicto. Con Zuluaga se consolidará esa situación. La izquierda no puede permanecer indiferente.
Así como la cólera de Aquiles contra el rey Agamenón causó grandes desgracias a los aqueos, la de Álvaro Uribe contra el presidente Santos se las está trayendo a los colombianos.
Durante mucho tiempo este país anduvo en mora de hacer dos tareas que están muy concatenadas: enfrentar y arrinconar a la guerrilla hasta que se viera forzada a sentarse a negociar, y adelantar un proceso de paz para impedir la prolongación indefinida del conflicto.
Uribe puede tener sus razones para estar furioso con el presidente. Considera que por haberle puesto la mayor parte de los votos, éste debía portarse como subordinado suyo. Santos no lo hizo, y ahí fue Troya. Pero es discutible que haya traicionado a quienes lo eligieron en 2010. En esa oportunidad los ciudadanos votaron por un gobierno que siguiera combatiendo a la guerrilla y el de Santos lo ha hecho –Jojoy y Cano, entre otros, cayeron en este cuatrenio–. Mas no se trató, como lo alega el uribismo, de un voto plebiscitario contra la apertura de negociaciones de paz, que son el corolario obvio de una política de seguridad exitosa.
De hecho, cuando Uribe fue presidente buscó aproximaciones con la guerrilla para un eventual proceso de paz, algo que le criticaría obsesivamente a su sucesor. Y llegó a decir (CONFECÁMARAS, 28 de mayo de 2003), en términos que jamás le hubiera perdonado a Santos, que “el gobierno nacional estudiará la posibilidad de otorgar el beneficio de libertad condicional sin impunidad [!!!] para los miembros de los grupos violentos implicados en delitos atroces, siempre y cuando se desmovilicen o realicen acuerdos de paz”. Cuatro meses antes su ministro Fernando Londoño había respondido a la pregunta de “¿cómo garantizar que el proceso de las autodefensas no lleve a la impunidad de grandes crímenes?”, con un “nadie […] lo va a garantizar”, y a la de “¿entonces habrá impunidad?”, con un “todo proceso de indulto y amnistía supone eso”.
Así que Álvaro Uribe ha querido hacer moñona, ser el dueño y señor de la guerra y de la paz, al precio de echarlo todo al traste si no se lleva los laureles de firmar por sí mismo, o a través de la persona de su elección, el acuerdo que ponga fin al conflicto.
Santos ha echado a andar el proceso de paz mejor estructurado del post Frente Nacional, por la planeación de sus etapas, la composición del equipo negociador y el haber evitado tres trampas. La de la negociación-espectáculo, donde el interés de las partes es hacer exhibiciones de firmeza ante la galería –de allí que los diálogos sean reservados–. La de la tregua bilateral, que habría frenado la actuación de la fuerza pública, cuando está ganando. Y la trampa de la ilegitimidad, en que se hubiera caído si el contenido del acuerdo final no se fuera a someter a un referendo u otro medio de validación ciudadana.
Uribe y su candidato se declaran amantes de la paz pero le ponen tal cantidad de condiciones que la hacen inviable. De hecho, son condiciones que sólo aceptaría una guerrilla ya derrotada o que hubiera firmado la terminación del conflicto. Por ejemplo, rechazan que se pacte una tregua bilateral, pero reclaman que no se ataque más a la fuerza pública. Exigen que los insurgentes cesen sus agresiones a la población civil, pero no se muestran amigos del instrumento adecuado para conseguirlo, un acuerdo bilateral de humanización de la contienda. En esas condiciones lo honrado sería reconocer que son enemigos de todo proceso de negociación –más exactamente, de todo proceso que el ex presidente no controle–.
El problema no es que el uribismo haga advertencias sobre los riesgos de las negociaciones, incluso en temas en los que su jefe se habría concedido todo tipo de licencias, como el de la impunidad. La cuestión es que no tiene vergüenza en mentir a machamartillo afirmando que el gobierno los está enfrentando de la peor manera posible, violando la Constitución y traicionando a Colombia. De hecho, se ha dedicado a confundir a la ciudadanía y a politizar a la fuerza pública con mensajes sobre la supuesta claudicación del gobierno ante las Farc, la entrega del país al castrochavismo, y la reorganización del Ejército y la Policía al gusto de la guerrilla.
La base de la cruzada que el ex presidente movilizó contra la guerrilla fueron los millones de ciudadanos de todas las clases sociales agredidos por ella, o preocupados por el escalamiento de sus ataques a la población civil y a la fuerza pública y su expansión territorial. En esos ciudadanos alienta un legítimo rechazo a la impunidad. Deberían ser orientados por estadistas responsables hacia dos propósitos, hermanarse con las víctimas de los paramilitares y de los agentes del Estado, y respaldar una paz que combine el perdón y la justicia. Sin embargo, el uribismo los ha querido convertir en el pedestal de su proyecto político y en un obstáculo formidable a la solución pactada de la contienda armada. Con Zuluaga en la Presidencia, eso se consolidaría.
Algunos en la izquierda se han dedicado a buscar identidades entre Santos y la pareja Uribe-Zuluaga y han encontrado muchas en sus programas económicos y sociales. Pero sus análisis no debieran quedarse ahí, tendrían que incluir las diferencias entre los escenarios de acción política que se presentarán si uno u otro se alzan con la victoria, y las posibilidades que eso le abrirá o le cerrará a la propia izquierda.
Colombia es un anacronismo en América Latina. Nuestros vecinos se han embarcado en la construcción de sociedades más igualitarias, mientras aquí seguimos anclados en el pasado. Y la causa es el conflicto armado, que ha corrido el país hacia la derecha y bloqueado el crecimiento y la maduración de una izquierda socialdemócrata. En consecuencia, a nadie que quiera cambiar este país puede serle indiferente que el próximo presidente esté comprometido con el proceso de La Habana o esté dispuesto a echarlo por la borda. Sería imperdonable.
Carlos Vicente De Roux