Las acciones guerrilleras y paramilitares poco a poco desolaron este municipio del Oriente antioqueño. Muchos se fueron, pero otros se quedaron. Esta crónica exalta la valentía y fortaleza ante tanta adversidad de quienes se resistieron a salir.
Profesora Betty Loaiza, una mujer que se resistió a abandonar San Carlos. Foto Jenny Echavarría
Tenía su mano debajo de la mesa, la empuñó y apretó la imagen de la Virgen de la Milagrosa. La profesora Betty Loaiza viajó hasta el corregimiento de El Jordán para hablar a solas con el comandante paramilitar Gabriel Muñoz Ramírez, conocido con el alias de ‘Castañeda’. Entró a una casa y se sentó al frente de él. Pensó, y aún lo piensa, que los papeles se intercambiaron. Castañeda, a quien sus subalternos temían, permaneció en silencio mientras Betty le hablaba. “Si usted me va a matar dígame por qué y me da tiempo para decirle a mi familia. ¿A usted no le parece muy lamentable que a una persona la maten y que nadie sepa qué pasó?”.
Siendo niña, Betty y algunas monjas del Movimiento Mariano le llevaban cigarrillos y comida a los reclusos de la cárcel de San Carlos, entre los que estaba ‘Castañeda’. Ella nunca supo si él la recordaba, su presentimiento le dice que sí, eso explicaría los reproches y las ofensas que él nunca le hizo y que acostumbraba hacerle a quienes se acercaban a hablar con él.
Cuando Betty terminó de hablar, ‘Castañeda’ cogió un cuaderno de una mesa y se lo mostró. “Vea, contra usted no hay nada”, le dijo el paramilitar mientras le señalaba una lista donde estaba su nombre, con un espacio en blanco debajo, y los de sus compañeras. Algunas de las maestras en la lista tenían escrito por qué se les acusaba: “su hija está con un policía”, “sale con un soldado” o “habla con un guerrillero”. (Ver:Todas las guerras atacaron a San Carlos)
Betty le pidió a ‘Castañeda’ borrarla de la lista. Él cogió el cuaderno y lo puso debajo de su brazo, se rió, unos segundos después lo abrió, arrancó una hoja y le dijo: “vea, haga con ella lo que quiera”. Ella apretó con fuerza la imagen de la Virgen. En esa hoja estaba su nombre, el de sus compañeras y el de algunas personas que no conocía. Ella rasgó la hoja, se metió cada papelito en la boca y se los tragó. El paramilitar la miraba en silencio. Al terminar la reunión ‘Castañeda’ le dio las últimas indicaciones: “Ahora que cite a los otros maestros, también la voy a citar a usted para que después no digan que tenemos un trato”.
Ocho días después, ‘Castañeda’ dio la orden de reunir a todos los profesores de San Carlos en el coliseo de El Jordán, como ya lo había hecho con los funcionarios de la Alcaldía y los comerciantes. “El Político”, uno de los hombres de confianza del comandante, llamó a algunos de los maestros que aparecían en la lista y los llevó hasta donde estaba su jefe. De nuevo llamó a Betty y a sus compañeras. La orden era vigilarlas a todas.
Día y noche, durante un mes, viajara a la escuela, a la iglesia o a su casa, Betty veía el mismo hombre detrás de ella. Aunque la vigilaron por poco tiempo, se acostumbró a caminar rápido de la iglesia a su casa o de la casa al colegio en la vereda Vallejuelos, donde dictaba clases.
Aprendió a caminar sola. Prendía la radio y escuchaba la misa. Aunque la señal no se escuchara bien, era lo único que la distraía del silencio y el caer de las hojas, a lo que más le temía Betty. Algunas veces se encontraba con ocho maestros a la entrada del pueblo, junto a los charcos de San Antonio. Otras veces caminaba acompañada del profesor Omar Cardona. Hablaban y rezaban. Así, Betty vencía el miedo de caminar por la carretera y encontrarse con algún grupo armado o con un cadáver. De regreso a su casa caminaba rápido, mientras rezaba 33 Credos. “Yo ni miraba, porque aprendí a caminar como un perro con la cabeza agachada”, recuerda Betty. (Ver: Así vivieron el conflicto armado en San Carlos, Antioquia)
La historia de Betty representa a por lo menos 3 mil sancarlitanos que se quedaron en el municipio, resistiendo las estrategias de miedo y terror que los grupos armados ilegales, tanto guerrillas como paramilitares, aplicaron a sus pobladores, forzando su desplazamiento a otras regiones del departamento y del país. Se calcula que entre 1997 y 2005 abandonaron la población, según cifras oficiales, 22.076 personas, es decir el 85 por ciento de la población, estimada en 25.840. Quienes se quedaron fueron víctimas y testigos de extorsiones, confinamientos, secuestros, desabastecimientos y persecuciones por parte de grupos armados legales e ilegales. (Ver: Un pueblo que pasó de las masacres a los retornos)
“Una guerra contra todos”
En respuesta a los constantes ataques de la insurgencia contra los comandos de policía, la Dirección de la Policía Nacional ordenó a comienzos de agosto de 1999 la evacuación de los agentes destacados en San Carlos y en otras cinco poblaciones de Antioquia: Altamira, Argelia, Peque, Sabanalarga y San José del Nus.
Horas después de la retirada de los uniformados de San Carlos, ocurrida el 7 de agosto de ese año, facciones de las Farc se ubicaron en los alrededores del pueblo y comenzaron a bajar al casco urbano con total naturalidad, sin que ninguna autoridad los combatiera. Ese día, los guerrilleros reunieron en el polideportivo a los pobladores que encontraron para advertirles que desde ese momento iban a estar a cargo de la seguridad de pueblo.
En los días siguientes, hombres armados y uniformados se paseaban por las calles, los restaurantes, las cafeterías, las canchas, los bares y la plaza de mercado. Los sancarlitanos vivían entonces bajo una nueva autoridad.
Guillermo Mejía, dueño de la cafetería Luz de Luna, ubicado en una de las esquinas de la plaza, atendía a los insurgentes en su negocio y les daba lo que pidieran, pagaran o no pagaran. “Esto era manejado por la guerrilla. Ellos entraban y salían como Pedro por su casa. Aquí llegaba gente que yo no conocía y, de todas maneras, me tocaba atenderlos para no ganarme algún problema”.
Prevenido, como permanecían la mayoría de las personas que se quedaron en San Carlos, este comerciante guardaba en la parte de atrás de la cafetería, donde tenía la bodega, una escalera, un lazo y una linterna, que le servirían para huir por el techo de su negocio en el caso de que hubiera alguna confrontación armada con el Ejército.
Durante el corto tiempo que estuvieron los hombres de las Farc en San Carlos, se celebraba la octava versión de las Fiestas del Agua. A las diversas actividades culturales acudían los guerrilleros. Pero las cosas iban a cambiar el miércoles 11 de agosto, cuatro días después de su llegada y de la evacuación de los agentes de policía. Alrededor de 300 paramilitares descendieron del Alto de la Cruz, ubicado en la parte alta de la vereda El Cañaveral, para tomarse el pueblo. Entraron a algunas de las casas y sacaron a la fuerza e indiscriminadamente a hombres, mujeres, niños, niñas y ancianos.
En el coliseo estaban los integrantes del grupo de teatro La Gotera de San Carlos, con algunos actores del teatro Matacandelas de Medellín, quienes se preparaban para su obra de títeres y de música. Todos estaban maquillados: tenían la cara pintada de blanco y una sonrisa dibujada.
Marly Carvajal, una de las integrantes de La Gotera salió del coliseo hacia la Casa de la Cultura, ubicada a una cuadra de la plaza, en busca de los telones para armar el escenario. Cuando vio a los paramilitares caminando por el parque corrió hasta la Casa de la Cultura y se escondió allí. Los ilegales fueron detrás de ella, la sacaron y la llevaron a la plaza. De lejos, la actriz veía a Faber, uno de los actores, con su cara pintada de payaso y su sonrisa dibujada mientras era requisado.
Mientras tanto, la profesora Betty, quien estaba en coliseo con sus tres hijos y un sobrino, vio a varios uniformados acercándose. Pensando que era el Ejército se arrimó a uno de ellos para preguntarle qué pasaba. Uno de los hombres se presentó como paramilitar y le dijo que se escondiera junto con los cuatro niños. Sorprendida por el aviso, cargó a dos de los niños y a los otros dos los tomó de la mano. Corrió y se resguardó en una de las casas cercanas al coliseo, donde vivían dos señoras. Cerraron puertas y ventanas. Tomó el teléfono y llamó a su esposo, que se había quedado en la casa recuperándose de una fiebre. “Negrito apague todo, métase a la última pieza y no abra nada que yo lo llamo cuando vaya a llegar”, le dijo con la voz quebrantada y acelerada por los nervios.
Betty y las dueñas de la casa comenzaron a rezar el Padrenuestro y el Credo. A las 6 de la tarde les avisaron que ya habían dejado salir a las mujeres y a los niños. Cogió a sus hijos y su sobrino y los llevó a la casa. Su mamá le avisó que su hermano y su cuñado estaban retenidos, sin cédulas, en el coliseo. Ella y Mercedes, la Personera del municipio en ese momento, salieron a llevarlas. “Ese pueblo parecía un pueblo fantasma. Cuando pasamos por el quiosco de la plaza estaban esos paramilitares bebiendo y empezaron a vacilarnos”, recuerda la docente. Al llegar al coliseo, le entregaron las cédulas a un hombre conocido como ‘El Mocho’.
En medio de la requisa, guerrilleros de las Farc alertados sobre lo que estaba pasando en la cancha de fútbol del Polideportivo, comenzaron a dispararle a los paramilitares. Las personas que estaban retenidas corrieron hacia todos lados. Betty y Mercedes sintieron los primeros disparos justo cuando entraban a la casa. “Ese día ya había gente para matar. La gente toda salió corriendo, por eso se salvaron”, afirma la profesora.