Vicenç Fisas
(Analista de conflictos y procesos de paz. Universidad Autónoma de Barcelona)
Cualquier aprendiz de análisis de conflictos, una de las primeras cosas que aprende es saber distinguir entre posiciones y necesidades. Para resolver o transformar cualquier conflicto, sea micro o macro, interno o internacional, hay que diferenciar entre qué es lo que queremos (democracia, elecciones libres, libertad de culto, aprendizaje del idioma, respecto a la identidad cultural, independencia, autogobierno, etc.) y cómo lo exigimos (violentamente, pacíficamente, con diálogo o sin él, con o sin ayuda de terceros, etc.), con el ”porqué” de lo que queremos (por necesidad de reconocimiento, por querer tener la capacidad de decidir nuestro futuro, etc.). Sabemos también, que los conflictos se resuelven más rápidamente y con mejores resultados si nos centramos más en las necesidades que en las posiciones. Además, el modelo elegido de discusión (dialogante, con respeto, con oportunidades de exponer cualquier posición o, por el contrario, con insultos, sospechas, demonizaciones, sordera, desprecio, silenciamiento, etc.) permite o impide “humanizar” la controversia, condición necesaria para flexibilizar las posiciones y encontrar los suficientes puntos en común para lograr una solución aceptable para todas las partes.
La “posición” actual de una amplísima mayoría del pueblo catalán, es la de que se le consulte sobre cómo quiere que sea su futuro político, incluyendo la opción de la independencia, lo cual no garantiza de entrada que en caso de consulta sea la opción de una amplísima mayoría, sino de una mayoría muy ajustada. Aprovecho para comentar que noto a faltar en Catalunya una necesaria discusión para llegar a un consenso previo a cualquier consulta, sobre los “mínimos exigibles”, en el tipo de voto y en el nivel de participación, para que el resultado final tenga validez. Hace ya bastantes años, insistí en numerosas ocasiones sobre este tema respecto al conflicto vasco, en el sentido de que nadie debería conformarse con lo que llamaba “perversidad matemática del 51%”, en el sentido de que hay temas de tal magnitud, como cambiar el modelo de Estado o de estatus político, que necesitan de amplias mayorías o “mayorías suficientes”, que garanticen que una opción aprobada en un momento determinado no sea reversible al cabo de cuatro años, en las siguientes elecciones, por el cambio de opinión de un 5 o un 10% de la población. En otras palabras, no es recomendable independizarse a la escocesa (con el 51% de los votos), porque el nuevo Estado quedaría partido en dos mitades, lo cual dificultaría enormemente la convivencia y, repito, nos expondríamos a que en unas siguientes elecciones ganara el voto contrario. Es necesario, por tanto, pactar con tiempo las mayorías que permitirían dar legitimidad a los cambios de calado.
Desde Madrid, sede del Gobierno, y en otras zonas de España, nunca se han entendido las “necesidades” de una parte significativa y en aumento exponencial del pueblo catalán, por falta de pedagogía política sobre la realidad plurinacional del Estado, desde los inicios de la democracia (responsabilidad inicial, por tanto del primer Gobierno socialista) hasta el día de hoy, con un nacionalismo español muy exacerbado y poco o nada comprensivo con los sentimientos más elementales de gran parte de la ciudadanía catalana, que ha tenido que soportar el desprecio hacia el Estatuto de Catalunya aprobado mayoritariamente por el Parlamento catalán y por la ciudadanía, y que fue “cepillado”, en palabras de Alfonso Guerra, en las instancias políticas estatales. Luego vendría los ataques al modelo lingüístico catalán, que siempre ha logrado la total comprensión del idioma español par parte de los estudiantes y garantizar el gran activo que supone ser completamente bilingües. El ministro Wert habló de “españolizar Cataluña”, cuando de lo que se trata es justamente lo contrario, a saber, “entender a los catalanes y respetar su singularidad”. Todo sería diferente, además, si el presidente del Gobierno hubiera aceptado negociar un pacto fiscal que permitiera resolver el inadmisible déficit presupuestario de Catalunya, que afecta profundamente a la educación, la sanidad y la investigación, entre otras cosas, siendo una comunidad autónoma que recauda los suficientes impuestos para dignificar estos sectores. En la medida en que no se han atendido a estas y otras muchas necesidades, la posición a favor de la independencia ha ido creciendo año tras año, por la extrema miopía del centralismo político.
Hace ya muchos años que un montón de articulistas han titulado sus reflexiones como “es la economía, estúpido” o algo parecido, permitiéndose la licencia de insultar a muchos lectores. Deseoso de no ofender a nadie, pues, tengo que añadir, de forma más amable, que “no se trata de Mas, amigo, sino de la mayoría de los catalanes”, para señalar que el debate-proceso que tenemos en curso no es un capricho o una paranoia del presidente de la Generalitat, sino el sentir de algunos millones de catalanes, que han salido masivamente a la calle en diversas ocasiones, para manifestar un deseo tan democrático como el de ser consultados formal e individualmente, más allá de las encuestas de opinión, ya significativas y de los últimos resultados electorales, igualmente significativos.
Finalizo afirmando que una Catalunya independiente no haría daño al conjunto de los pueblos de España. No habrían fronteras, podríamos tener el español como lengua cooficial, multiplicaríamos la cooperación a todos los niveles (no como ahora, con tantas competencias exclusivas del Estado español) y nos mezclaríamos como siempre, porque el pueblo catalán es amante de la diversidad y de la convivencia, pero sería ya entre iguales, que es algo que está muy bien y nos puede beneficiar a todos.