Cartagena heróica: ¡Viva Romero, abajo Vernon!

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Foto: www.cartagenacaribe.com

Guillermo Segovia Mora

Hace unos treinta años, desde los tenderetes pestilentes alrededor del mercado de  Bazurto, los parlantes de los toldos de la playa o entre las callejuelas de la ciudad vieja, se escuchaba la voz sabrosa del getsemanisense Lucho Argaín con la Sonora Dinamita, cantando su pregón, mientras las negras palenqueras con su batea de frutas en la cabeza meneaban las caderas y coreaban:

“Aaaaaaaaaaaaaa!!!
Barrio de Getsemaní
con tus grandes deportistas
boxeadores, beisbolistas
cantantes y pregoneros.
Que lo sepa el mundo entero
que aquí en la plaza del boze
fue que un cubano glorioso
dio el grito de independencia.
Aquí nació la insurgencia
del pueblo cartagenero
para que los chapetones
se devuelvan de nuestro suelo.
Soy orgulloso de ser getsemanisense,
que dicha grande ser nacido en Cartagena.”

Era el homenaje popular al 11 de Noviembre de 1811, cuando ante la indecisión interesada del notablato de la Junta de Gobierno de Cartagena frente a la monarquía española, el pueblo de artesanos pardos, negros, zambos y mulatos, proveniente de los arrabales de Getsemaní, aliado con rebeldes momposinos, liderados por Gabriel Gutiérrez de Piñeres, asaltó la sala de armas de la Plaza de la Aduana y, respaldado por los  batallones populares Lanceros de Getsemaní y Patriotas Pardos, plantó guardia frente a la Gobernación para exigir a voz en cuello: ¡Independencia ya!

Al frente de esa tropa de descamisados estaba el herrero Pedro Romero, oriundo de Matanzas, Cuba, de donde fue traído para trabajar en los fuertes de la ciudad -según afirman los que han seguido sus huellas- quien dejó fundido su sudor en varios campanarios de las iglesias de la ciudad. Ante los españoles gestionaba educación y trabajo para sus familiares, mientras preparaba la marcha independentista a golpe de martillo. Como la junta, entre discursos, acusaciones y diferencias mayores y menores, alargaba el tiempo para no tomar la decisión de romper con la monarquía, Romero y su gente asaltaron el salón y, con malas palabras y amenazas en serio, juraron «derramar hasta la última gota de sangre antes que faltar a tan sagrado comprometimiento».

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