No fue un sueño de la literatura
La mayoría de textos que hablan de la masacre de las bananeras empiezan haciendo alusión a Gabriel García Márquez y a su novela Cien años de soledad, en la que se narra un episodio similar a los hechos históricos ocurridos en Ciénaga, Magdalena, en la madrugada del 6 de diciembre de 1928, cuando un gran número de trabajadores del banano que estaban en huelga fueron acribillados por el Ejército Nacional.
Lo que más resonó de la narración literaria de García Márquez fue la cifra de 3.408 muertos que uno de sus personajes arroja como balance final de la matanza, y que pronto se convirtió en nuestro medio en el centro de un estéril debate histórico: ¿fueron tantos?, ¿fueron tan pocos?, ¿es una cifra basada en una investigación o una pura invención literaria?
Todas estas preguntas estimuladas por la novela hicieron que el episodio saliera del relativo olvido historiográfico en el que se encontraba y fuera analizado por varios investigadores, que desde 1969 volvieron a estudiar los incidentes de la huelga y matanza, que hasta ese momento habían sido más divulgados y estudiados –antes de García Márquez- por actores políticos, como Jorge Eliécer Gaitán o Ignacio Torres Gialdo, que por hombres y mujeres de academia.
Nunca se debe perder de vista que la masacre de las bananeras fue un episodio histórico y no un sueño literario, y que el centro del debate debe ser por qué el Estado colombiano disparó sobre su propia población y no si el número de muertos fueron los tres mil que la novela ha popularizado.
Por esto, desde hace cuarenta años el episodio de la masacre de las bananeras ha estado casi inextricablemente ligado con la versión literaria que hizo de él el premio nobel colombiano. Al punto que en un famoso artículo, el historiador Eduardo Posada Carbó desestimó la gravedad de lo sucedido en 1928, sometiendo a análisis positivo la narración de la literatura para demostrar su falsedad -más o menos como quien hace un estudio sobre la obesidad en Colombia usando los cuadros de Fernando Botero-.
Esta estrecha relación entre memoria y literatura ha llevado a que para algunos se empiece a tejer sobre el episodio la sospechosa duda del realismo mágico, y que no sepan –o no quieran saber- si realmente sucedió o fue el producto de la imaginación de un escritor desaforado.
Por eso es conveniente empezar también este artículo hablando de García Márquez, pero para decir que nunca se debe perder de vista que la masacre de las bananeras fue un episodio histórico y no un sueño literario, y que el centro del debate debe ser por qué el Estado colombiano disparó sobre su propia población y no si el número de muertos fueron los tres mil que la novela ha popularizado.
Porque, como si de un episodio de Cien años de soledad se tratara, nuca han dejado de existir los negacionistas que pretenden desconocer la muerte de los trabajadores de 1928 por ser “la invención de un escritor”, una fea pesadilla dentro del sueño del país más feliz del mundo.
Huelga y muerte en el platanal
La masacre de las bananeras fue la culminación trágica de la huelga iniciada por los trabajadores del banano del departamento del Magdalena el 12 de noviembre de 1928, casi un mes después de haber presentado un pliego de peticiones no atendidas ante la empresa norteamericana United Fruit Company.
La United llevaba casi treinta años cultivando y comercializando banano en el Caribe colombiano y para 1928 era el empleador más grande y el movilizador más próspero de la economía regional. Sin embargo, su sistema de contratación era uno en el que la empresa se aseguraba de no tener vínculos directos con los trabajadores a su servicio, sino que los empleaba a través de contratistas intermediarios que fungían como jefes directos.
Es por eso que se dio la paradoja de que en la zona bananera del Magdalena hubiera aproximadamente 30.000 trabajadores que dependieran la compañía, pero que en los registros de ella solo aparecieran un par de cientos contratados legalmente.
Precisamente para formalizar su vinculación laboral con la compañía, así como para mejorar sus condiciones sanitarias y aumentar el pago que recibían –que era uno de los más altos del país en ese momento, aunque no lo recibieron en efectivo-, los trabajadores del Magdalena se organizaron en un gran movimiento que demandó mejoras ante el gerente de la empresa en octubre de 1928.
Esta no había sido la primera ni sería la última huelga de la zona, pero pronto adquirió proporciones gigantescas por la adhesión de diversos sectores económicos de la región –como los tenderos y comerciantes- y por el apoyo que recibió de líderes del Partido Socialista Revolucionario, como Raúl Eduardo Mahecha y Alberto Castrillón, que en ese momento recorrían el país tratando de encender la chispa revolucionaria donde se pudiera.
La posición intransigente de la compañía, que se negó a dialogar con los huelguistas por no considerarlo empleados suyos, se vio acompañada con la actitud del Gobierno nacional, en ese momento en manos del conservador Miguel Abadía Méndez, que trató la huelga como una alteración del orden público y envió al Ejército para controlarla.
Se puede decir que la masacre de las bananeras no fue solo un episodio aislado en la historia política y económica del país, sino la concreción de un “modelo de negocios” que se ha mantenido hasta el presente.
Al no cejar los trabajadores en sus peticiones, la confrontación no tardó en producirse. Además de los varios incidentes violentos que se presentaron desde casi el comienzo de la huelga a lo largo de toda la zona, el momento más aterrador fue la noche del 5 de diciembre, cuando una número de trabajadores que oscilaba entre los mil y tres mil se congregó en la estación de trenes de Ciénaga con intención de dirigirse a Santa Marta al día siguiente.
El general Carlos Cortés Vargas, nombrado Jefe Civil y Militar de Santa Marta, ordenó a la muchedumbre disgregarse en obediencia a uno de los decretos emitidos dentro del estado de sitio que prohibía la reunión de más de tres personas. Al no recibir la respuesta esperada abrió fuego contra la manifestación.
El número de muertos nunca se ha conocido con certeza y las cifras han variado, desde los 9 que reconoció el propio Ejército colombiano, hasta la cifra encontrada en el telegrama enviado por el embajador de los Estados Unidos en Colombia al día siguiente de la masacre, y solo revelado hasta los años setenta, en el que se puede leer: “los huelguistas muertos pasaron de mil”.
Aunque las reseñas históricas sobre la masacre se suelen dedicar a intentar dilucidar el número de muertos que pudo haber esa noche, y no ahondan en las muertes violentas que hubo antes o después del episodio, hay que recordar que la zona bananera estuvo en estado de sitio durante más de tres meses después de la masacre en la estación y que el general Cortés Vargas fungió como única autoridad durante este tiempo.
Desafortunadamente, no hay documentos conocidos sobre los varios meses en los que se mantuvo la alteración del orden y los poderes omnímodos del general en la zona. Sin embargo, las historias circulantes en la zona sobre la persecución posterior a la masacre contra todos los que directa o indirectamente estuvieron implicados en la huelga hablan de un auténtico estado del terror.
Así que si alguien decide creer en la versión del embajador estadounidense, sumada a los posibles excesos de los tres meses de persecución militar bajo estado de sitio (por los que no se adelantó ninguna investigación), la cifra de víctimas mortales de la huelga y masacre de las bananeras fácilmente puede igualar o superar la que salió de la imaginación de Gabriel García Márquez.
Un modelo trágicamente exitoso
Pero la masacre de las bananeras no terminó allí. Si se observa la historia de Colombia después de la masacre de las bananeras hay que decir que, tristemente, el modelo de uso de la violencia para asegurar la buena marcha del capital –usualmente extranjero- que se hizo evidente en 1928 se ha replicado recurrentemente en el país.
El caso más evidente es el de la misma United Fruit Company, que bajo el nombre Chiquita Brands aceptó en 2007 haber dado dinero a varios bloques de las autodefensas para asesinar líderes sindicales y asegurar la salida de su producción.
Y este caso no ha sido el único. La lista se extendería demasiado si quisiéramos enumerar todos los proyectos macroeconómicos –legales e ilegales- que en los últimos años se han realizado apoyándose en la intimidación o el homicidio, muchas veces con la complicidad del Estado colombiano; o si se enumeraran los miles de sindicalistas que han sido asesinados como los trabajadores de 1928 en las últimas décadas en Colombia.
Por eso se puede decir que la masacre de las bananeras no fue solo un episodio aislado en la historia política y económica del país, sino la concreción de un “modelo de negocios” que se ha mantenido hasta el presente.
Recuerdo que hace unos años fui a la zona bananera para hacer una investigación sobre la huelga de 1928, y cuando preguntaba a las personas del común por la masacre de las bananeras para conocer “la memoria colectiva” sobre el hecho, las respuestas eran del tipo: “sí, a mí contaron que en los ochenta mataron a mucha gente en las fincas de guineo” o “sí, eso fue en una finca de Riofrío hace unos dos años”. Es decir, la masacre es legión.
Como una “fruta extraña”, amarga y dolorosa, la violencia de las bananeras se ha reproducido en los sembrados de palma, en las minas de oro, en los campos de ganadería, y en toda la tierra colombiana que ha sido propicia a su ejemplo.