Son las 12:39 de la noche y doña Amalia tiene la bocina del teléfono en la mano. Lee un mensaje para Enrique, su hijo, un hombre al que secuestraron las Farc desde hace 16 años: “Bueno, mi Kike, Kike del alma: el día de la felicidad lo tendremos cuando hagas tu aparición. Hijito de mi corazón, pon calidez en cada uno de tus pensamientos, que nada podrás temer…”, le dice, y acto seguido informa que de salud está mejor, enumera los amigos que le mandan saludos, le cuenta que su nieta —Andrea, la sobrina de Kike, Kike, a quien él no conoce— está pintando muy lindo, y le avisa que pasará su papá. Y le da la bocina a don Ismael, que lo saluda brevemente y da su informe de la semana: “Hola, Kike, Kike: de los importantes acontecimientos semanales, destaco, en primer lugar, la caída de los precios del petróleo y lo sucedido con el general Alzate…”, y continúa con una pequeña crónica para actualizar a su hijo y a sus compañeros de secuestro en un ejercicio de periodismo sintético y brillante que agradecen quienes están en la selva, y que él viene entregando cada semana desde hace década y media.
Porque ese es el tiempo que llevan sometidos a la rutina de enviar mensajes a su hijo a través del programa Las voces del secuestro, de Caracol: el encomiable espacio ideado por el periodista Herbin Hoyos en 1994 después de haber sido víctima él mismo de un secuestro del que pudo fugarse; un programa radial a través del cual los familiares envían mensajes a los secuestrados con la esperanza de que los oigan en la selva.
Los papás de Enrique, doña Amalia y don Ismael, y su hermano Fernando se enteraron de que el programa existía gracias a una compañera de secuestro de su hijo que, una vez liberada, les avisó que Kike lo oía. Eso fue unos pocos meses después de la fecha en que se lo llevaron.
Desde entonces, es decir, desde hace 15 años, cada sábado esperan la llamada de los productores y alistan un mensaje que prefieren leer para no repetir ideas ni quitar tiempo a las cerca de 28 familias de otros secuestrados que alcanzan a hacer lo propio en cada emisión.
Al principio debían hacer fila en la calle, frente a las instalaciones de Caracol. Después lo grababan desde la plaza de Bolívar, y hacían cola con unas 200 personas más. Ahora, alguno de los 20 voluntarios universitarios que se turnan labores periodísticas y de producción sin cobrar un solo peso los llaman a sus casas y los sacan al aire.
Esta noche, el programa dará prioridad a una familia de Guatemala, cuya hija fue secuestrada esta semana: ellos hablarán en el primer turno, una dolorosa amabilidad para que estrenen su nueva condición sin exponerse a la ansiedad de pasar en un turno tardío. En adelante, quién sabe por cuánto tiempo, tendrán que someterse al vaivén de la incertidumbre, a esta muerte peor que la muerte que los va matando sin que se puedan morir del todo.
Cuando las cerca de 30 de familias emitan sus palabras, seguirá un especial de 25 minutos dedicado a un secuestrado en particular, a quien pondrán su canción favorita y procurarán sorprender de alguna manera —con un saludo de la estrella de su club de fútbol, por ejemplo— y tras ello, continuará un programa llamado Ángeles de libertad, en el cual solo hablan niños, voces de niños que dan ánimo a sus parientes secuestrados: el estímulo mayor que se puede escuchar en la desolación del cautiverio.
Por lo pronto son las 12:39, y doña Amalia tiene la bocina en la mano. Agradece a los oficiales de la Fuerza Aérea y del Ejército que siempre hacen presencia en la cabina de la emisora. Toma la hoja amarilla en que redactó su mensaje. Se infla de ánimo. Tiene fe en que su hijo los oye. Y por un instante guarda la incertidumbre que la corroe día por día, minuto por minuto, por culpa de la cual tiene adheridas a la cabeza preguntas obsesivas, de las cuales no se puede desprender: ¿estará vivo?; ¿estará sufriendo?; ¿lo mataron? Y saca de sí misma su mejor versión, la más optimista, para que Kike, Kike reciba su voz como si fuera una antorcha: son las 12:39, y doña Amalia lee frases a su Kike, Kike del alma, que es la forma con que encabeza cada llamada, el sello que ha permitido que su hijo se distinga de los demás en ese océano de horror en que se hunden los secuestrados: el doblemente Kike que lleva secuestrado un tercio de su vida.
El tormento de doña Amalia y don Ismael, esta pareja de amables y modestos abuelos, ya es una rutina: desde hace 16 años padecen el infierno de imaginar cómo puede estar su hijo, amarrado en qué parte, padeciendo cuáles dolores: cómo puede estar Enrique Márquez Díaz, a quien las Farc secuestraron el 11 de febrero de 1999 pasadas las 6:30 de la mañana en el parqueadero de su oficina: el lugar del que se lo llevaron en su propio carro.
El día de su secuestro llamó dos veces a su casa: en la primera, procuró hablar en clave; en la segunda, dijo que lo tenía el frente 51 de las Farc y que se lo habían llevado por error, porque en realidad iban por el gerente de la empresa en que trabajaba, Conalcrédito. Desde entonces, han sabido de él por los compañeros de cautiverio que han sido liberados.
Enrique Márquez Díaz tenía 30 años cuando fue secuestrado. Hoy tiene 46. Los días de sus papás y de su hermano gravitan en torno a su ausencia. Viven con un vacío de fondo que siempre los acompaña; que agrava los malos momentos y ensombrece los felices, como el nacimiento de Andrea, la nieta de la casa, que aprendió a crecer con la idea de que tiene a un tío secuestrado en la selva: Enrique no la ha visto jamás, pero ha seguido su vida en las narraciones telefónicas que recibe desde hace nueve años: los nueve años irrecuperables para verla crecer de nuevo.
Desde que se llevaron a Kike, Kike, sus familiares han removido instituciones, gestionado apoyos, acudido a cuanta instancia pueda ayudar a que liberen a su hijo, padecido angustias y soportado falsos mensajes a través de los cuales pretenden sacarles dinero. No han parado. El secuestro ha sido un lento calvario, una suerte de tortura incesante cargada a la vez de una esperanza obligatoria, casi dolorosa, gracias a la cual se levantan cada día.
En un comienzo, las noticias sobre el destino de Enrique fueron constantes. Gracias a las gestiones de Jaime Garzón, quien estuvo empeñado en conseguir su libertad, se enteraron de que por órdenes de alias Romaña a Kike, Kike lo habían trasladado al Caguán, y por un momento tuvieron la ilusión de que el humorista conseguiría que lo soltaran para el día de su cumpleaños, el 14 de agosto.
Por eso, aquel 13 de agosto de 1999 en que asesinaron a Garzón, a doña Amalia, a don Ismael y a Fernando se les desplomó el mundo en la cabeza, y desde entonces golpean las puertas de cuanta institución pueda serles útil, y caen exhaustos cada sábado ante esta bocina en que lanzan mensajes de optimismo a su hijo: ¿de dónde sacan la valentía para estar abatidos por la tristeza y a la vez dar palabras de aliento? ¿Qué fuerza sobrehumana se necesita tener para estar roído por la angustia y la derrota, y a la vez impulsar con optimismo a su hijo?
Pero cada sábado es igual, como este de ahora en que son las 12:42 y doña Amalia se despide y pasa el auricular a su marido, un jubilado correcto a la manera antigua, en quien brilla una decencia de verdad, que se nota en las maneras y que recuerda a los personajes de su generación.
Como en todas estas historias, las noticias sobre Enrique se fueron espaciando en meses, y después en años, e imperceptiblemente su secuestro dejó de ser un escándalo local y se convirtió en este hábito con el que la familia lidia en silencio, derruida por dentro y con la necesidad de salir a flote por fuera. La terrible e impactante novedad que conmovió su pequeño mundo fue quedando abajo, olvidada en la capa de los años, y el alboroto inicial dio paso a esta lucha callada, a este sometimiento infame que padecen sin rendirse.
Don Ismael ha sacado casta de líder y se ha encargado de congregar a sus vecinos de pesadilla; de pelear en favor de los secuestrados civiles y organizar plantones cuando ha sido necesario. También de hacerles recordar a quienes quieran oírlo que cuando unos guerrilleros del frente 51 de las Farc se llevaron a su hijo, a Enrique Márquez Díaz, en realidad no se estaban llevando un nombre sino una vida. Un muchacho de 30 años que seguía los pasos de su papá y se dedicaba al sector solidario. Un exalumno del Claustro Moderno que se pagó él mismo el primer semestre de Derecho de la Universidad Externado, y que fue becado en el resto de la carrera. Un estudiante que tenía la costumbre de pasar a máquina las notas de clase, lo cual lo cotizaba en el momento de definir grupos de trabajo. Un hombre que coleccionaba discos de jazz y rompecabezas de osos, que vivía pendiente de los resultados del Deportivo Cali y que sabía cocinar pastas como nadie. Y, sobre todo, un tipo con futuro, con la vida reluciente por delante.
Doña Amalia y don Ismael son un matrimonio sencillo y corriente. Tienen un pequeño apartamento con pequeños adornos puestos sobre pequeñas carpetas. ¿En qué consiste la revolución de quitarles un hijo a estos ciudadanos correctos e inofensivos? ¿Cuál es la reivindicación social que la guerrilla pretende ofrecer al país secuestrando a Kike, Kike?
A las 12:43, don Ismael está a punto de terminar su mensaje. La espesa tristeza del ambiente, el alto volumen del radio, el lamido amarillo de los bombillos por las paredes invaden el apartamento.
Hace casi 16 años, las Farc les pusieron a él y a su esposa y a su hijo esta cruz de plomo que ellos sobrellevan con un decoro conmovedor. Si con actos como el secuestro la guerrilla nos envilece como especie y nos convierte en la única capaz de inventar la cámara de gas o las pescas milagrosas, esta pareja la reivindica: son 16 años dejando mensajes cargados de fuerza con la esperanza de que caigan en los oídos de su hijo; 16 años de levantar con entusiasmo a Kike, Kike, aunque no sepan de su suerte; 16 años de no permitir que los secuestradores arrebaten también ese último rescoldo de esperanza que gracias a ellos aún está a salvo y que ya nos pertenece a todos.
Desde hace seis años no tienen noticia de Enrique, pero cumplen la cita sin falta, con una persistencia invencible. Son un trío de valientes. Y esa forma de resistir sin grandilocuencias, de ser héroes de una epopeya que a casi nadie parece importar, de alguna manera también los salva de la condena que arbitrariamente les impusieron. Claro que tiene sentido grabar una y otra vez nuevos mensajes, lanzarlos a la selva cada sábado, llenar de amor el vacío de no obtener respuestas. Su persistencia es una victoria. Y la forma de no dejarse vencer, su silenciosa épica de personas ordinarias capaces de sobrellevar un dolor extraordinario, nos devuelve a todos la misma dignidad que las Farc pretendieron arrebatarnos.
Son las 12:44. Y don Ismael cuelga la bocina.
Por Daniel Samper Ospina