Avanzamos en la guerra y retrocedemos en la paz

jose-Giron1La teoría, la experiencia y la historia así lo indican, que los procesos de negociación de conflictos armados, más si se trata de aquellos de larga duración, caminan sobre terrenos inestables y plagados de riesgos. Hemos dicho en varias oportunidades que tales procesos se mueven en el borde del abismo. Con eso se quiere indicar, que  tantos años de confrontación tienen  como secuela el afianzamiento,  en cada una de las partes, de las   razones por las que decidieron resolver sus conflictos por medio de las armas. La guerra  es hija legítima de la desconfianza y cada acto de guerra, aparte de otras consecuencias, lo que hace es profundizarla.

Por ello, negociar en medio del conflicto, como fue impuesto por el gobierno colombiano a la contraparte, las FARC, se constituye en el peor escenario para resolver un problema clave: unas condiciones que ayuden a Estado e insurgencia a remover las razones que los sumió en una profunda desconfianza y a fortalecer aquellas que les permitiesen creer en que es posible, sin deponer sus diferencias, caminar juntos sin necesidad de matarse y sobre todo, dar mensajes claros a una sociedad que no es ajena al pesimismo y a la desconfianza. El gobierno, de manera equivocada, sigue creyendo que la guerra  debe utilizarse  como ventaja para los resultados finales en la mesa de negociaciones, en tanto se parte del presupuesto  que el Estado colombiano está a la ofensiva y cree estar ganándola. Un razonamiento similar tuvieron las Farc en el proceso del Caguán y bien se sabe en que terminaron las cosas.

Cuando se llega al convencimiento de que no es posible una derrota militar y se decide negociar es porque unos y otros han llegado a la conclusión de que el escenario de confrontación debe ser distinto para no causar ni causarse más daño. Esto creíamos cuando  el gobierno y las FARC decidieron negociar lo que antes quisieron resolver con los fusiles y por eso comenzamos a soñar. Ese escenario no es otro que el de la política y éste debe empezarse a construir, desde la etapa de negociación, aclimatando la confianza no atizando el odio y la venganza. Tal escenario, en el actual proceso, anda profundamente desdibujado por el dominio del lenguaje belicista, liderado por el gobierno, tanto en la mesa de la Habana como también  en la sociedad. Esta  ambigüedad del Presidente Santos  de caminar entre dos aguas  está mostrando sus resultados nefastos y  contundentes: sus opositores lo acusan de inconsecuente pues consideran que la guerra en medioo de la negociación lo que ha hecho es desmoralizar a la tropa y los sucesos de guerra desde la insurgencia,  hábilmente utilizados por los enemigos del proceso, no solo han deslegitimado su liderazgo sino que  mantienen una sociedad escéptica, desconfiada e incrédula. Dicho de otro  manera, para nada ha servido eso de negociar en medio del conflicto y lo grave del asunto es que pareciera que  existen pocas posibilidades de replanteamiento.

Cuando veíamos como un camino novedosos la idea del desescalamiento de la confrontación armada  a partir de decisiones concretas de la insurgencia y el Gobierno, los acontecimientos lamentables recientemente ocurridos  en el Cauca, donde 11 soldados y 26 guerrilleros entraron a engrosar la  lista de muertes que podrían haberse evitado, el proceso sufre un reversazo  y lo coloca en uno de sus peores momentos. El escenario que se vislumbra no es menos aterrador: cada cual trabajará para poner en evidencia su capacidad bélica, pues la insurgencia  con su decisión unilateral de cesar el fuego como una manera de crear confianza, se encontró que para gobierno y oposición esto significaba  exponerse a las balas oficiales y ante la escasa o nula valoración de esta decisión y los riesgos que esto significaba, no tuvo otra alternativa que volverse atrás y  demostrar que no están derrotados.

Como están las cosas, la guerra avanza y la paz no tiene doliente. La oposición al gobierno y al proceso de la Habana, gana terreno desde distintos frentes sin que cuente, desde el gobierno y  la misma sociedad, quien, con la autoridad moral y política suficientes, haga creíble y confiable el camino  hacia un país que, así fuera a tientas, se atrevía asumir las soluciones civilistas a sus conflictos.

Como se ha afirmado en otras columnas, vemos un gobierno que se va quedando sólo y agobiado por problemas económicos derivados de la baja en los precios del petróleo y por fallas en políticas tan cruciales como la ley de víctimas y restitución de tierras entre otras,  en donde las cosas no caminan porque, como siempre, el poder del latifundio se impone. En estas circunstancias, no es la izquierda ni el movimiento social quien pueda darle la mano como lo hicieran en las pasadas elecciones, tampoco los sectores  que fungen como parte del bloque en el poder quienes ahora reclaman replantear el proceso de la Habana, en el sentido de imponer condicionantes a la insurgencia hasta el momento rechazadas por esta organización armada. Los elementos y las razones para que uno de los participantes en esta negociación se levante, están dados, no hace falta sino el puntillazo: un nuevo hecho atroz que reboce la tasa para que retornemos al comienzo: la guerra. Y hemos dado el paso para saltar nuevamente al abismo.

Aun pensando más con el deseo que con realidad, compartiendo la idea de que el proceso Santista de la Habana necesita una replanteamiento, éste,  no puede ser a la manera como la viene proponiendo el Uribismo y otros sectores de oposición que parece más una emboscada, si no a la manera de lo que desde hace tiempo vienen planteando los movimientos sociales y algunos partidos   políticos de izquierda y de centro: convertir  esta gran oportunidad para profundizar la democracia e iniciar el complejo camino de resolver tanta inequidad y exclusión. Para ello, se necesita que el gobierno es vez de coquetearle a quienes no cesan de lanzarle todo tipo de dardos, se acerque más bien a aquellos que son aliados seguros. No podrá olvidar al respecto el presidente Santos que su segundo mandato fue posible gracias a al voto que nunca antes se había depositado  por un candidato de los partidos tradicionales. Esta es una deuda y un compromiso con la paz.

 

José Girón Sierra

Observatorio de DDHH. IPC