Uno se pregunta, el por qué de la manera airada y descompuesta como en la actualidad reaccionan los medios y sectores opositores al proceso de La Habana ante los hechos de la guerra y el coro que al respecto hace el gobierno, si al fin de cuentas, esto y algo más es lo que ha ocurrido en los más de cincuenta años que lleva este conflicto del cual no nos hemos podido deshacer y que, además, es el escenario de la guerra el que se ha impuesto por parte del Gobierno a la contraparte, las FARC.
Pero ésta pregunta no ameritaría tomarla en consideración, si esta reacción a los hechos de la guerra obedeciera a una actitud de rechazo de la misma, producto de un sentimiento compasivo y auténtico por el dolor ajeno y de la natural ira que debería suscitar la tragedia que subyace allí. No, se trata de una corriente de pensamiento hoy dominante a la cual los medios les sirven de caja de resonancia, que no le molesta la guerra porque esta le ha sido bastante funcional a su lógica de poder, la cual ha tenido la habilidad para arrastrar tras de sí a buena parte de la sociedad que cree que la guerra es el único camino viable para resolver este conflicto, así sea necesario recurrir a métodos que proscribe el derecho internacional. Por ello, en nada les incomoda y hasta justifican lo que ha hecho y hace el paramilitarismo y quieren esquivar hechos tan degradantes como los llamados falsos positivos.
Esta corriente a la que aludimos se nutre de avivar y alimentar el odio, sentimiento que está en las mismas entrañas de la guerra, así, como la desconfianza. El carácter prolongado del conflicto y su degradación, la permanencia y desarrollo de una cultura política que ahoga cualquier expresión democrática y socava cualquier solución emparentada con lo común y una ofensiva mediática, que desde hace más de 14 años día tras día y sin descanso, aviva los más regresivos sentimientos en la sociedad, no puede producir nada distinto a la voluntad de eliminar, excluir y demonizar al oponente. Mantener esto, resulta absolutamente pertinente para los enemigos de la paz, de allí, que un proceso como el de La Habana sea una amenaza y deba conjurarse no precisamente desde el discurso político.
Pero ahora, cuando ese conflicto se coloca en el escenario de la negociación y el trámite civilista y se propone no eliminar al contradictor sino de abrirle espacio en esa civilidad, mantener esta lógica de la guerra y con ella la del odio expresado en toda un batería de adjetivos desde instancias como el mismo gobierno, es lo que entraña un absurdo. Y es un absurdo porque eso conduce a que, en una eventual firma del fin del conflicto, lo que se encontraría sería un escenario propicio a un nuevo genocidio como el que ocurrió con la Unión Patriótica y un obstáculo a la compleja tarea de la reconciliación.
Después de tres años de estar en un proceso de negociación son reveladoras las cifras publicadas recientemente a raíz de la última encuesta polimétrica de junio: el 87% de las personas encuestadas desaprueba que la insurgencia no pague cárcel, el 34% cree que solo es posible la derrota militar y solamente el 33% cree en la negociación. Si bien estas encuestas tienen el sesgo de que la población consultada es la de las grandes ciudades para quienes las FARC es una amenaza bastante lejana y cuya mayor preocupación, como lo señala la misma encuesta, es la delincuencia en un 35% y la guerrilla un 15%, no dejan de ser relevantes, pues serán los grandes centros urbanos quienes, en un hipotético escenario de refrendación, aprobarían o negarían el acuerdo que se firme entre el gobierno y la insurgencia.
No será posible una aceptación de una paz negociada, mientras buena parte de la sociedad colombiana siga convencida de que la guerra, nuestra guerra, es una aventura de un puñado de bandoleros, delincuentes y terroristas que se comportan como “burros”( como si existiera alguien que en la guerra tomara decisiones inteligentes), según expresión reciente del ministro de defensa, y que la verdad de lo sucedido no es otra que aquella que hemos escuchado de quienes tienen el poder para contarla y que deliberadamente omiten en sus relatos cualquier responsabilidad.
Si bien a la guerra, como se ha indicado antes, no la caracteriza la asepsia ni mucho menos una invitación al humanismo, la insurgencia atendiendo al contexto y la coyuntura no debería seguir con la olímpica postura de no darle importancia a la imagen que la sociedad tiene de ella, pues por momentos no se sabe a qué es lo que juegan las FARC que pareciera, sin quererlo, ayudar con su proceder a los propósitos de la ultraderecha de socavar el proceso. Razones de orden político son las que deben primar, más que las ventajas militares, y ellas deberían jugar hoy en las decisiones que se toman en las acciones armadas al activarse la confrontación, evitando que la sociedad y sobre todo los sectores más vulnerables se vean afectados. Muy útil para su imagen hubiese sido que, a pesar de la respuesta violenta del gobierno en el Cauca y su decisión de suspender los bombardeos , la tregua unilateral se conservara y aprovechara más bien la coyuntura para acelerar el acuerdo de desescalamiento del conflicto que iba en un desarrollo prometedor. Esta decisión, la de la tregua unilateral, bien valdría la pena que fuera retomada a la luz del ambiente nada favorable que se vive y que empuja hacia el fracaso del proceso.
Por lo que hace la guerra es por lo que queremos su fin, este fin aunque esquivo, es la utopía y la disyuntiva a que nos vemos abocados hoy.
José Girón Sierra
Observatorio –IPC