En entrevista concedida recientemente, Humberto de la Calle Lombana, jefe de la delegación del gobierno colombiano en la mesa de negociaciones que sesiona en la Habana, señaló: “el proceso está en su peor momento desde que empezamos” y “es posible que un día de estos las FARC no nos encuentren en la mesa de La Habana”.
Los contenidos de esta entrevista muestran, de manera inequívoca, la gravedad de la situación y por consiguiente el llamado de auxilio; porqué no, también una amenaza para que las partes en la mesa de negociaciones y la sociedad colombiana nos coloquemos de cara al momento histórico que vive el país y decidamos: si estamos por continuar el desangre y la escalada de victimizaciones o, por el contrario, damos cabida a la posibilidad de parar esta confrontación y crear unas condiciones sociales y políticas que permitan repensar el país que nos ha tocado. Si asumimos la compleja tarea de ocuparnos de las transformaciones que harían imposible que eso se repitiera.
El por qué las conversaciones llegaron hoy a esa situación está en los orígenes del diseño de este proceso. Sus ideólogos tuvieron en cuenta, sin duda, las experiencias previas de negociación de un conflicto que ha pasado por no pocas de ellas, sin haber logrado dar por terminada la guerra. Concibieron a partir de estas experiencias etapas novedosas, como la de confeccionar una agenda y la de una refrendación. Eso sugería que se estaba en algo serio y que sobre todo las partes, Estado e insurgencia, por fin llegaban al convencimiento de que la opción militar presentaba serias manifestaciones de agotamiento, que era preciso echar mano de la política. Pero se cometió un gravísimo error, también desde el inicio.
El error consistió en que el gobierno pensó e impuso la consideración de negociar en medio del conflicto, estrategia que consideraba le proporcionaría ventajas en la mesa. Hizo una inexacta valoración de que ganaba la guerra y que la insurgencia vivía los últimos estertores. Para nada tuvo en cuenta dos hechos de absoluta relevancia:
- Los ocho años del gobierno de Uribe, que concibió a partir del fracaso del Caguán la más osada estrategia militar y, sobre todo, la más depurada estrategia de manejo de la opinión pública: inspirada en el odio, el autoritarismo y la sed de venganza, logró calar tan profundamente en la sociedad, que redujo a la más mínima expresión el valor de la negociación política, arrinconando al movimiento social que la propugnaba.
- La configuración de una oposición ya no tan agazapada ni oculta, en este caso liderada por el mismo Uribe. Fungiendo como ideólogo del miedo y de la guerra, el senador se lanzó a sabotear el proceso alimentando día a día lo que en su opinión era su logro de gobierno: la seguridad democrática.
La guerra, pues, se había transformado y la sociedad también, en el sentido de la valoración que tenía del conflicto y de esto al parecer no se tenía conciencia.
Después de casi tres años de negociaciones, los hechos de la guerra, en medio del panorama descrito, no han dejado ver sus logros y la sociedad, en su gran mayoría, se mantiene desconfiada e incrédula frente a la posibilidad de que ellas lleguen a feliz término. No sólo el proceso carece de un liderazgo creíble, de una fuerza moral y política suficiente para hacer soñar en un nuevo proyecto de sociedad, sino que la insurgencia y sobre todo el gobierno hacen muy poco por ocuparse seriamente de la ilegitimidad que lo ronda. Por momentos pareciera que aún consideran la salida militar como una fuerte opción. Fue grave parar el desescalamiento de la guerra, hacerlo ha tenido un alto costo y sus implicaciones no parecen mirarse seriamente por las partes.
Finalmente, asombra el triunfalismo del gobierno cuando afirma, en un lenguaje de ganadores y perdedores, que él es el gran triunfador estratégico y que al comprometerse con este proceso sólo busca resolver la “resaca táctica de las FARC”. No es posible tanto cinismo a la luz de un conflicto en cuyo origen, desenvolvimiento y prolongación la élite gobernante acusa significativas responsabilidades, como lo demuestran los hechos y el conocimiento producido. Por eso estamos como estamos. Con esta guerra compleja y degradada que no se detiene, nadie puede hablar ni ética ni moralmente de ganadores. Ante el cuadro macabro de muerte, desplazamiento, ejecuciones extrajudiciales, despojo, desapariciones y violencia contra la mujer.
Ojalá sea cierta la afirmación de que “el gobierno podría aceptar un cese bilateral del fuego, si es serio, definitivo y verificable”, pues allí hay un cambio sustancial en la política oficial y podría la sensatez empezar a dominar en las decisiones que se tomen. A la vez, que se asuma con seriedad desde la mesa de negociaciones la tarea de legitimar el proceso y de no seguir en la paradoja de ser los mejores aliados de los opositores facilitándoles su trabajo.
José Girón Sierra
Observatorio de Derechos Humanos–Instituto Popular de Capacitación