¡Maldita Paz!

alejandro-¡Ey! ¿Alguien me escucha?, ¿Al menos me recuerdan? Cómo me van a recordar si la mayoría de ustedes ni siquiera existía cuando aparecí en este mundo, cómo me van a recordar si viví y he vivido entre las sombras de las montañas y el olvido que producen las distancias geográficas, sociales y la desafección por el otro.

¿Que quién soy?, Ya lo descubrirán, por lo pronto diré solamente que he llegado a arraigarme en sus imaginarios sin la más mínima sospecha, por eso quizás ya no me recuerdan con la misma efervescencia de antes. Pueden colocarme el nombre que quieran, eso no cambiará mucho mis significados, pueden llamarme Paola, Rosa, Emilio o Marcos, e incluso colocarme adjetivos tales como el pequeño Andresito, el anciano Facundo, la pobre Marcela, con eso solo tratarán de personificarme sin contemplar mis verdaderas magnitudes, pues ni siquiera sabría decirles bien a ciencia cierta cuáles son: con frecuencia las personas desaparecen como si la tierra se los hubiera tragado y eso me lleva a perder las cuentas. Es que literalmente ocurre así, se van y se ocultan de mí en algún agujero de la selva, ahí permanecen silenciosos huyendo también de la historia y de la memoria. Recuerdo especialmente a aquellas personas quienes se cobijan con el agua de algún río disque para no volver a tener pesadillas. A esas tampoco, casi nunca, las encuentro, fluyen bajo las corrientes arrastrando junto a ellas olvido, arena y piedras.

Soy una mezcla extraña. En ocasiones se me acusa de injusta pero los justicieros tienen más beneficios de mí que yo de ellos, y eso dice mucho al respecto de esas buenas intenciones.

Mis raíces son como las de los árboles, estiradas, profundas y sinuosas, y como ellos soy tan grande que con solo mirarme causo pavor. Mis frutos, aunque sabrosos, ciegan en la primera mordida y si no se me arranca de raíz sería solo cuestión de tiempo para resurgir como el fénix.

Mi espalda está hecha de tumores de sangre, y otras tantas de ecos de voces omnipresentes. Sé que en estos momentos los más dolientes salen blandiendo sus espadas tratando de quitármelos de encima pero al momento de haberlos cortado aparecen duplicados.

En cierta medida tienen razón de sus odios viscerales porque siempre han tratado de personificarme. Como si alguien tuviera la culpa en todo esto terminan señalando a quienes se encuentran en el medio de algo ajeno que los apretuja hasta reventarlos por dentro. Por supuesto no hablo de alguien específicamente, ni de uno u otro bando, hablo de la generalidad de esos seres humanos o si se quiere, de la injusticia de matar por el simple hecho de las ideas o el desenvolvimiento de la historia. ¡Claro! Esos juegos de poder son mi alimento.

Sé que es irremediable el peso histórico de mis proezas pero la verdad ya he dejado de ser esencialista y mis tentáculos se han diversificado bajo dominios propios, con dolores únicos y pocas felicidades.

Mi mejor amiga la Muerte es una señora indolente que no discrimina a la hora de actuar. Esto se ha olvidado porque siempre revisten a los muertos de ciertos determinismos ideológicos, irracionales si se les mira de cerca:

–Ellos se lo merecían, pero éstos no, pobres tipos, malditos sus victimarios- se dicen mientras se miran y olfatean como perros de caza.

¡Bah! ¡Qué cansón se ha vuelto todo esto! ya me aburren sus discursos. Tienen la hipocresía de vituperarme como si me les presentara desnuda en mi naturaleza. ¡Ay! pobres hombres y mujeres que lloran a sus muertos mientras los exhiben en los promontorios sagrados del espectáculo; esa artimaña antigua de representar los pecados para aliviar el “espíritu”. En esas vicisitudes no ven nunca (nunca lo harán si siguen así) a los que se escondieron por siempre ni aquellos peregrinos de la tierra que deambulan acosados por las frías miradas de la ciudad.

Entonces se atreven a maldecirme, pero yo les digo, ¿Maldita la violencia? No, ¡Maldita la paz! La violencia ha sido bendecida por el ser eterno en este país de morales endebles. La paz es la maldita porque nunca ha llegado a establecerse por estos lugares. Es más, al momento de hablar de ella las caras de las personas se crispan junto a sus ojos llenos de furia. Y aun así ¡todavía me lo reprochan como si yo fuera la única culpable!

Quizás sea necesario invocar una memoria fidedigna como la de Juan Rulfo y su Comala, atestado de fantasmas para entender los infortunios de este misericordioso pueblo. Se necesitaría entonces que las paredes de las casas hablaran para vislumbrar y desenterrar narraciones aun no contadas o cubiertas de hermetismos discursivos. Mis entrañas podrían ser descubiertas con semejante esfuerzo.

Ya para finalizar este monologo, antes de dejarlos nuevamente a sus desidiosos odios, rectificaré de una imagen de mis comienzos.

Eduardo Caballero Calderón les ha mentido, pues trató de vincularme a una carencia moral: “El Cristo de Espaldas”, ¡qué mentira más grande! Lo digo así porque Cristo siempre ha estado en frente de ustedes, respirándoles en sus narices, nunca ha estado de espaldas: él ha apoyado varias generaciones de violencia y por eso ahora él mismo se atreve a poner en sus corazones todo un decálogo ideológico para que ésta y sus efectos permanezcan aún intactos.

Hablando entre nos, ¡Ya estoy vieja! quisiera descansar junto a mis memorias ¡Maldita Paz que nunca llega!

Columnista invitado
Mario Alejandro Neita Echeverry
Estudiante de Ciencia Política de la Universidad Nacional
(
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