La semana que pasó asistieron el Presidente Santos con una parte de su gabinete y el expresidente Pastrana en Washington a la conmemoración de los quince años del Plan Colombia. Cuando se dice que el papel puede con todo, es enteramente aplicable a este aniversario. La presentación más conveniente de los resultados del Plan, la que mejor cuadra a la imagen de los dos países y a su proyección con vistas al postconflicto, no logra despejar las dudas y las inconsistencias de este balance épico al mejor estilo gringo.
Es cierto que, tratándose de conflictos que amenazan la hegemonía del imperio, Colombia es de los pocos casos exitosos que puede mostrar la Casa Blanca, luego de los graves descalabros sufridos en Irak y Afganistán, Libia y Siria. Por ello se justifica la pompa en la celebración ‘washingtoniana’.
El balance real, sin embargo, dista mucho del presentado allí, como bien lo han señalado diversos columnistas y analistas políticos. Es evidente que la mejor realización del Plan tiene que ver con el fortalecimiento de la política contrainsurgente, que permitió arrinconar a las guerrillas y, finalmente, conducirlas a la mesa de negociación.
Pero este apoyo bien se pudo dar sin Plan Colombia y, aún más, el apoyo tecnológico y en inteligencia satelital que fue clave para dar de baja a los jefes de las Farc, no pasó por el Plan Colombia, sino por la CIA. Es que, además, la intervención de los Estados Unidos en Colombia es de larga data: recuérdese la separación de Panamá, la acusación infundada al Partido Comunista de haber matado a Gaitán y el Plan Laso para el ataque a Marquetalia hace cincuenta años.
De suerte que lo novedoso del Plan Colombia era el combate al narcotráfico como objetivo original. Y la evaluación en torno a este objetivo es la que resulta más negativa, si se miran las cifras de manera global y se consideran las acciones en términos comprensivos.
Por una parte, si se reconoce que el 60% de toda la cocaína que se consume hoy en Estados Unidos procede de Colombia, no importa cuántas hectáreas están ahora en producción, ni cuántas han sido eliminadas, ni cuántos capos han sido dados de baja o están prisioneros en cárceles norteamericanas; el resultado real es visiblemente negativo en relación al objetivo principal: eliminar o reducir drásticamente el aprovisionamiento de cocaína al mercado gringo.
Por otra parte, están los daños producidos por esta guerra en términos humanos, materiales y ecológicos. Si la cantidad de hectáreas cultivadas con coca ha oscilado entre sesenta mil y 270 mil en estos quince años, la fumigación de un millón seiscientas mil hectáreas en 12 años, entre 1996 y 2012, ilustra el gran desplazamiento de los cultivos monte adentro, para reemplazar los que han sido destruidos por la fumigación, con la consiguiente deforestación y depredación de nuevos territorios. El daño que el glifosato ha producido a la flora y la fauna de los territorios fumigados no se ha estudiado, pero debe ser muy cuantioso. Se ha documentado en cambio el daño producido a la salud de las poblaciones civiles expuestas a estas fumigaciones, que ha llevado al Ministerio de Salud en fecha reciente a pronunciarse contra ellas. Y también el daño a los cultivos de alimentos y a los animales de los campesinos, que ha agravado su crisis económica y les ha llevado a hundirlos aún más en la dependencia del narcocultivo.
Además, los efectos producidos por la violencia que esta guerra ha alimentado, no están apreciados en todas sus consecuencias: Los homicidios debidos de modo directo a la violencia pueden ser rastreados año por año y han sido calculados en 220.000 personas en sólo los últimos 30 años, las desapariciones forzadas van en cuarenta años por los lados de las setenta mil y los desplazados de sus tierras son siete millones, a ello se agregan los costos de mantener las fuerzas armadas, de policía y de inteligencia, así como las cárceles que albergan a los miles de traficantes detenidos, lo mismo que las pérdidas en el producto bruto del país y en las inversiones que se dejaron de hacer.
Lo que no se ha comprendido en todo su alcance son los daños producidos en las escalas de valores que determinan las conductas de las personas y los grupos, al formar a toda una generación en hábitos de acceso al dinero fácil que, conjugados con el consumismo traído por la sociedad globalizada, han introducido profundas brechas en la formación de los jóvenes, en la disposición al trabajo legal y en el respeto debido a la autoridad y las instituciones en amplios sectores de la población colombiana. Tampoco han sido valorados los perjuicios sufridos por la misma institucionalidad en términos de la corrupción que ha introducido el narcotráfico, dispuesto a pagar altas sumas por eludir la ley.
Todo ello, en cambio, para pingues ganancias de Monsanto, productora del Round Up, principio activo del glifosato y de los contratistas del Pentágono que efectúan las fumigaciones.
De manera que los beneficios de la guerra contra las drogas, cuyo instrumento ha sido en nuestro país el Plan Colombia durante los últimos quince años, no se ven por parte alguna. Antes al contrario, los perjuicios son enormes y los costos son pagados por nuestro país. Es una de las razones principales para que el proceso de paz con las Farc deba ser valorado como un acontecimiento de importancia estratégica para Colombia: sacar del juego a uno de los actores del problema de las drogas, ayudará a despejar el terreno para esta lucha, si es que se quiere continuar con los mismos parámetros represivos y prohibicionistas que la han guiado hasta ahora.
Lo que no debiera ser así. Tanto en la naturaleza como en la sociedad, una estrategia fracasada es abandonada sin remedio y sustituida por otra. Éste no es el caso de la guerra contra las drogas, pues sigue siendo mantenida contra toda evidencia. Pero eso será materia para otro artículo.
Entonces, como dice el columnista del Espectador Ramiro Bejarano, en lugar de celebración lo que requiere el Plan Colombia es más bien un funeral.
Autor: Ignacio Holguín A.
Investigador de la Corporación Nuevo Arco Iris