El paro armado de este fin de semana demostró que el paramilitarismo no desapareció con el acuerdo del Gobierno Uribe con las AUC sino que se transformó, de acuerdo con las necesidades de sus promotores.
Las AUC fueron funcionales a la estrategia del establecimiento de confrontar la ofensiva de las FARC de mediados de los 90 con la pinza de unas Fuerzas Armadas sometidas a una profunda reingeniería con el apoyo tecnológico norteamericano a través del Plan Colombia, de un lado, y del otro, con la agresiva expansión de los grupos paramilitares y su estrategia de masacres y desplazamiento contra la población civil y despojo de tierras. Llegado Uribe al poder político en 2002, la ley 975 de 2005 sirvió para el intento de legitimación de los criminales como base política de la Seguridad Democrática, según el modelo de la parapolítica para “refundar la patria”. Fueron la reacción de la opinión pública y la intervención de la Corte Constitucional quienes ajustaron la desmovilización paramilitar a un proceso de sometimiento a la justicia y la introducción de la justicia transicional con reconocimiento a la dignidad de las víctimas y exigencia de verdad y reparación.
Pero si bien, el carácter contrainsurgente de las AUC pasó a un segundo plano en el Gobierno Uribe, la naturaleza del paramilitarismo como expresión de sectores ligados al narcotráfico, a las rentas de la minería ilegal y la extorsión y a la renta de la tierra sobre la base de la gran propiedad agraria y de la oposición a la Ley de Restitución de Tierras, se manifiesta en los procesos de control social de la población mediante el disciplinamiento y la coerción al servicio de un modelo de desarrollo. De allí la victimización sobre comunidades indígenas y afrocolombianas y la persecución a los liderazgos campesinos del proceso legal de restitución de tierras (Ley 1448 de 2011).
Como en el pasado, estos grupos neoparamilitares ejercen la cooptación de poderes locales en territorios alejados de los centros urbanos y mantienen vínculos con élites regionales y alianzas con jefes políticos y servidores públicos, incluidos miembros de la fuerza pública. Son grupos armados de extrema derecha utilizados por poderes fácticos para amenazar y asesinar a activistas sociales, defensores de derechos humanos, líderes comunitarios y militantes de izquierda como ha sido denunciado recientemente por organismos nacionales e internacionales. En su expansión hacia zonas urbanas han cooptado grupos delincuenciales, combos y pandillas, profundizado el microtráfico y generalizado la extorsión y el miedo contra la población como se vio el fin de semana en algunos barrios de Medellín.
El carácter de criminalidad organizada se lo da, además, su relación con los mercados internacionales del narcotráfico por lo que algunos los llaman narcoparamilitares. Está documentada su alianza con los carteles de la droga mejicanos y las rutas de tráfico hacia los mercados del Estados Unidos y Europa. También el tráfico de personas con el control de las rutas de la migración ilegal hacia el “paraíso” del norte.
Después de las desmovilizaciones de las AUC de 2005-2006, estos grupos neoparamilitares se enfrentaron violentamente por el control de territorios dando como resultado la hegemonía del llamado Clan Usuga o Urabeños. La extensión de los territorios sometidos al paro armado, sobre todo en el norte del país, es un campanazo para el Estado colombiano que no puede seguir con su política de negar realidades. Resulta que el tal neoparamilitarismo sí existe.
Razón tienen pues, tanto las FARC como el ELN en exigir en sus agendas de negociación la investigación, esclarecimiento y desmantelamiento del paramilitarismo. Pero más allá de las razones de la insurgencia en proceso de transición a la lucha política legal de proteger sus líderes, sus movimientos, sus bases sociales, es necesidad del Estado y de la sociedad superar ese fenómeno criminal responsable de tantas violencias.
En primer lugar para la consolidación de la paz que significa no solo apartar las armas de la política sino construir procesos de reconciliación territoriales. La paz territorial de que se habla ahora requiere unas bases de democracia local que no es posible con la dictadura de la violencia y la debilidad de las organizaciones sociales locales, sometidas las comunidades permanentemente al chantaje armado de las organizaciones ilegales.
La democracia debe garantizar los derechos de la ciudadanía para legitimarse como sistema político, en primer lugar el derecho a la vida pero también los derechos sociales, sin la intermediación corrupta del clientelismo que privatiza para beneficio particular lo que son bienes comunes.
En segundo para la vigencia del Estado de derecho que, de acuerdo con la Constitución del 91, debe garantizar el monopolio de las armas en manos del Estado, pero al mismo tiempo transformar la concepción de seguridad nacional en seguridad humana, más acorde con las necesidades del posconflicto armado.
Finalmente para la construcción de una cultura de paz en toda la sociedad colombiana, sin la cual no es posible afianzar el logro de los acuerdos de solución política al conflicto armado que simultáneamente negocia el Gobierno con las FARC y el ELN.
Fernando Hernández Valencia
Director Ejecutivo Corporación Nuevo Arco Iris