¡Oye niño! ¿Qué haces tan solo en este parque? ¿Estás perdido?
– No, de ninguna manera señor. Si bien no soy de por aquí tampoco soy de alguna parte en específico, así que no me puedo perder aunque quisiera, conozco cualquier parte del mundo e incluso del universo.
– No te entiendo, pero qué más da, parece que eres un niño andrajoso y maloliente de la calle. ¿A dónde vas con ese casco de cartón y esa caja sobre tus brazos? Te ves ridículo con esa daga de madera en tus pantalones ¿Quién te crees? Como que has visto mucha televisión últimamente. ¿Te preparas para una guerra, niñito? ¡Por favor! Las guerras déjalas a dios, a la suerte, al destino y a las glorias de los grandes hombres que la historia digiere sin mascullar. ¡Mírame!, no te hagas el loco, sé que me estás escuchando. ¡Mírame, te estoy hablando mocoso!
– ¡Ya te escuché! Solo quería saber cómo reaccionabas, es verdad que ustedes los adultos necesitan más atención que nosotros los niños, lo estoy comprobando, les duele ser ignorados y quedar sin respuestas, se sienten vacíos. Ahora te digo con respecto a tu afirmación tan pintoresca sobre las guerras, qué va a saber dios de ellas si él solo sabe aunar la suerte y el destino, y los grandes hombres son construcciones con base de otros tantos, a ellos les gustan los juegos del poder: su gloria es prestada, su historia una triste caricatura dibujada sobre las cenizas del tiempo. Me has llamado ridículo por vestir de esta manera, ya te lo explicaré a su debido tiempo, primero déjame decirte que no lo soy más que tú, pues eres tú mismo quien me somete a tales interpretaciones, además soy un niño, es mi deber ser ridículo, bueno, a excepción de cuando jugamos a ser adultos, ahí no somos ridículos sino, más bien, presuntuosos. En esos casos somos realmente tontos.
Me has preguntado también si voy a una guerra. Pues sí. Cada uno lidia una guerra complicada entre esa esfera implacable de sentidos, instintos y pasiones con los que se construyen los sueños y aquella otra esfera exterior de piedras, mármol y plomo. Cada uno, sin excepciones, hemos cohabitado con ese sentimiento trágico de fatiga, producido por el contraste de las realidades seniles y la omnipotente voluntad que lucha por ser inabarcable. Luchas diarias e infinitas en todos nuestros rincones de humanidad: el infierno y el cielo en nosotros mismos.
No se necesita ser un sabio ni mucho menos un adulto para saber, o al menos intuir, que este tipo de guerra ya la han descrito los grandes poetas o pensado alguna persona mientras camina por un corredor ¡no hay ninguna novedad en ello!, dicho sea de paso, esta es la primera causa de la escritura. Es en nuestra condición de infante en el que se despierta el sentimiento trágico y, en especial, la resistencia de verse reducido ante él. ¿Acaso no somos nosotros los dueños de los descubrimientos más amados de la condición humana? ¿No te acuerdas del éxtasis que recorrió tu cuerpo cuando descubrías algo, un amor, la amistad, la tranquilidad de la naturaleza, todo como un enjambre de sueño? Sin embargo, la guerra por la que me he preparado es bien distinta a esa tensión del alma, es un tanto más extraña e inabordable porque quedó representada en el siguiente hecho…
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Mario Alejandro Neita Echeverry
Politólogo de la Universidad Nacional