En una entrevista para la Revista Credencial*, Antonio Caballero menciona que Colombia adolece en primer lugar de una constante compuesta de tres fenómenos: la corrupción, el abuso, la violación de la ley y la codicia propiciada por los despojos, y en segundo lugar, una variante en cadena que hace que cada presidente sea peor al anterior, algo así como si fuera una bola de nieve cayendo por un desbarrancadero. Sin lugar a dudas un intelectual de su magnitud tiene el derecho concebido de hacer sentencias de la historia de Colombia, más si se tiene en cuenta que, en sus propias palabras, solo nos ofrece su propia versión en el libro Historia de Colombia y sus oligarquías (1498-2017). Con respecto a la primera afirmación no hay nada que decir, pues con la frecuencia vergonzosa de un país que se acostumbra a todo, nos enteramos de jugosos sobornos, de redes clientelares, de las mismas familias en el poder y de una justicia que blandea ante ellos, en definitiva, de lo mismo de siempre, sin embargo, en relación a la sentencia sobre los malos y peores gobernantes que se suceden unos a otros, puede decirse que no sea más que un falso juicio motivado por el lumbre de la consciencia y el problema que el tiempo le genera, esa discordia con el presente que hace que el pasado sea evaluado con parámetros más suaves; así alguien podría decir simplemente que estamos determinados a elegir malos gobernantes y con ello absolvernos de la mediciones atemporales y las especulaciones sobre lo peor.
Bien, por lo demás, otro alguien, diferente al anterior, podría decir que el título del artículo es bien falaz, pues había pensado en el primer instante de leerlo que éste sería un juicioso análisis internacional, lo más seguro es que no esté equivocado, mi fuerte nunca han sido los títulos ni mucho menos los análisis juiciosos, solo percibí otra constante entre lo dicho por Antonio Caballero y el discurso altisonante del recién posesionado Donald Trump porque en definitiva éste personaje nos puso desmenuzado el mensaje más claro que la política nos puede ofrecer, a saber: que ésta, en la mayoría de los casos, solo es la herramienta más sofisticada de la disgregación social, de los órdenes impuestos a ultranza en desmérito del bien común, y, en ese sentido, de la grandeza establecida como un marco general e impreciso por el que se debe transitar y, si es necesario, tal y como se ha presentado en los recientes comisiones electorales, por el que se debe regresar.
Es interesante las reiteradas palabras del nuevo presidente de los Estados Unidos debido a que es el más fidedigno ejemplo de una coyuntura internacional bastante frágil, pues, a pesar de que es una de las economías más sólida en la era de la globalización, su nuevo gobernante ha sido electo con base a un discurso excluyente y con tendencias a una supremacía bastante peligrosa como lo ha demostrado la historia.
En todo caso, la grandeza, tal y como la presentan en los discursos estatales de la esfera política y los programas de campaña, siempre ha ido de la mano de la discriminación y del elitismo, con frecuencia ésta se ha construido sobre muchos otros a menester de unos cuantos, sobre todo esas que son restringidas a una población específica, un sitio determinado o hablan de un pasado de relatos vanagloriosos. Una construcción de grandeza, además, difícil de entender debido a las distancias reales de quien la pronuncia y de los oyentes, y también desde donde se pronuncia y donde están sus receptores.
Se quiere volver a repetir la historia, se están volviendo a repetir los discursos que convierten las palabras “Todos” “Recuperemos”, “hacer grandes de nuevo” en una apología del retorno en donde las verdaderas preguntas que deberíamos hacer serían: ¿en verdad vale la pena regresar? y ¿en qué ha consistido la grandeza de la que se habla? Es necesario valorar las palabras en sus dimensiones más reales y auscultarlas con la historia para comprender un poco de lo que nos hablan, hay que tener cuidado entonces con las primeras impresiones de las palabras, pues detrás de ellas hay demasiadas intenciones que no corresponden a sus significados literales.
Los malos gobernantes son el producto de la contingencia que ellos mismos, unidos en una manta transparente y uniforme más sólida, se encargan de realizar y así envolvernos dentro de sus juegos pormenorizados de absolución, salvación y condena. Quizás estemos determinados a cargar la gran roca de un mitificado Sísifo, quien además sufrió su condena porque le tocó soportarla aisladamente o quizás lo retornable también sea una ficción inmanente a las construcciones ajenas a nosotros mismos o, quizás, para romper dicho circuito, sea menester construir desde nosotros mismo y para nosotros mismos porque al fin y al cabo solo así seremos los obreros de nuestros destinos. En verdad hay algo sospechoso en todo esto, solo buscan envolvernos en un retorno malsano como los peores gobernantes saben hacerlo. Allá la grandeza de una nación que busca extender sus tentáculos de poder, y para ello busca siempre alguna excusa de turno o enemigos imaginarios; acá la grandeza de una clase rancia que se ha perpetuado en el gobierno y siempre busca las maneras para que reincidamos en la historia.
*“En Colombia nada ha cambiado desde el siglo XVI”: Antonio Caballero
Mario Alejandro Neita Echeverry
Politólogo de la Universidad Nacional