En la película El odio (1995) durante la escena en la que los tres chicos de las barriadas están a vueltas sobre la situación de uno de sus amigos que por un abuso policial en comisaria se encuentra entre la vida y la muerte, un hombre mayor irrumpe y les narra cómo perdió a un compañero de viaje cuando iban como prisioneros en un tren a Siberia. Su nombre era Grunwalski, en las pocas paradas había que bajar del vagón a hacer del cuerpo y subir pronto para no quedarse en medio de la nada, todos bajaban juntos y todos subían juntos. Pero Grunwalski prefirió ir a solas hasta los arbustos y cuando el tren se puso en marcha, corrió de vuelta con las manos sujetándose los pantalones y no pudo estrechar el brazo que le tendían desde el tren los otros prisioneros. (Ver película AQUÍ)
Los diálogos de paz no son ni de lejos un ventanal abierto para una transformación social que ponga a Colombia en la actualidad socioeconómica mundial, por más que su discurso implícito sobre el progreso haya calado en el panorama electoral. Si comparo a los diálogos y al tren que perdió Grunwalski, no es por vicio desarrollista, sino más bien porque siento temor y tristeza por un proyecto nacional que afecta a cientos de líderes sociales y comunidades en distintos territorios del país en los que no ha existido nunca construcción democrática del Estado.
En esta misma metáfora, solamente para poder existir, los prisioneros deben descargar su mierda juntos y subir juntos. Porque el frío de la estepa no es una zona gris donde inventar mundos nuevos, ni continuar en la guerra una forma de fortalecer a los suyos y las comunidades en despojo. Por priorizar sujetarse los pantalones, Grunwalski pierde el tren que pese a todo es la única garantía de seguir vivo y con los suyos. Cada uno juega sus cartas, faroles y chantajes, pero con exterminio no hay si quiera juego.
Además de ser una empresa en las economías ilegales donde no hay Estado, el ELN ha procurado mantenerse como grupo rebelde en búsqueda de beligerancia. Su existencia acarrea atentados a la Fuerza Pública y a la infraestructura energética. Como contraparte, ellos mismos han sufrido la ofensiva estatal, se les tiene identificados objetivos de alto valor militar y con un escenario de vacíos de poder, el Estado no ha renunciado al copamiento de zonas en disputa incluso durante el cese al fuego. Situación reiterada en la historia de diálogos de paz. Sucedió en los ochenta con el M-19 y el EPL, e incluso en el cese bilateral de los recientes diálogos con las FARC.
Un viejo amigo nos dice que guerrear no es definitivamente un problema de disparos y tiros, sino que es ante todo, ganar la conciencia y la simpatía de la población. Formar una cuadrilla armada es mucho más fácil que lanzar un movimiento político. Y alimentarse de la fraseología del cambio social es un repertorio que pareciera patrimonio de la humanidad desde los tiempos bíblicos. Si bien las guerrillas fueron referente de autodefensa y acompañamiento en la construcción de tejido social de colonos desplazados, hoy se han convertido en un obstáculo para la autonomía de las organizaciones populares y en un perfecto cohesionador de las élites que buscan distraer el trasfondo del conflicto social, alimentando políticas de combate al enemigo interno.
Qué insensible simplemente afirmar ante los asesinatos de líderes sociales y el terror de los paquetes bomba en las comisarías, que lo que ocurre es que el conflicto sigue. Nunca se ha negado eso, si la salida negociada existe aún como posibilidad política es porque se busca acabar con su forma armada, con la guerra sucia estatal que ha sido permisiva e incluso cómplice en la persecución a los líderes sociales, pero también con la forma irregular de las decenas de focos criminalizados de los remanentes guerrilleros, de desertores y disidentes, pues ambos son parte de un mismo problema, la persistencia de la violencia política exterminadora.
El pesimismo de la realidad es hoy una caída, la perspectiva de los movimientos sociales y políticos es más bien desiderativa y el panorama electoral tiene su primera prueba de fuego en las coaliciones para legislativas. Pero si lo importante es el aterrizaje, mantengamos la voluntad y la mano tendida a la solución política al conflicto armado. Aunque los guerreros manifiesten que las armas no les estorban, nosotros como constructores diarios de paz, debemos reaccionar a quienes desde el descontento instigan al odio.
Al renunciar al odio, evitamos darle vuelo a quienes instigan al miedo y reciben réditos políticos de éste. El alivio humanitario para las comunidades que están en medio de la guerra, sin duda requiere de un cese al fuego en el que el ELN evalúe si tiende la mano o se queda en la guerra sujetándose los pantalones. Es menester pasar la página de la violencia del conflicto armado para poner la atención en las violencias del conflicto social, porque si nos achacan una posición vergonzante respecto a la seguridad, es de hecho vergonzoso que solo se entienda por seguridad el combate a la criminalidad sin desatascar las reformas pendientes que contenía el Acuerdo del teatro Colón y que desde el congreso bloquearon perpetuando los problemas de las economías ilegales y de los grupos armados.
Esteban Clavijo Rodríguez
Politólogo de la Universidad Nacional