Por Fernando Hernández Valencia. / Foto: Alucinógeno Colectivo
Desde los años 80 la negociación política del conflicto armado se asumió como la forma más racional, menos traumática y dolorosa para superar décadas de una nueva guerra entre colombianos. El Gobierno Betancur reconoció las causas objetivas de la rebelión armada y escuchó el llamado de la insurgencia al diálogo nacional.
Diálogo y negociación política se posesionaron como el método más acorde con nuestra realidad y con la experiencia internacional y sobre esa convicción se movieron los gobiernos de Barco, Gaviria, Samper y Pastrana. Durante 20 años se logró el reconocimiento del Estado por las insurgencias y la dejación de armas del M19, el EPL, el PRT. El Quintín Lame, La CRS y las Milicias urbanas de Medellín. La Constitución de 1991 y la creación de una cultura de paz fueron el resultado más importante de ese proceso.
En 2002 llega la extrema derecha guerrerista al Gobierno como reacción de la población frente al fracaso de las negociaciones del Caguán. Uribe representa el ascenso de sectores sociales ligados a la gran propiedad terrateniente, a la economía mafiosa del narcotráfico, a la expansión paramilitar, a la corrupción política paraestatal, reunidos todos en una gran coalición para “refundar la patria”. Le precede el despliegue del terror de la Autodefensas AUC en una campaña de despojo violento de tierras campesinas y de desplazamiento masivo de la población rural, al igual que el llamado a la “guerra internacional contra el terrorismo” que se despliega desde Washington después del atentado contra las Torres Gemelas.
Por todo ello Uribe es enemigo de los procesos de paz y profundiza la guerra apoyado en la modernización del ejército a través del Plan Colombia convenido con los Estados Unidos y en el despliegue del Plan Patriota sobre los territorios controlados por las FARC . Si bien golpea duramente a las guerrillas y desarticula sus estrategias, no logra derrotarlas. En cambio la guerra produce un desastre humanitario sobre la población civil y su política autoritaria, deslegitima al Estado con los falsos positivos del Ejército. El intento de suplantar el Estado de Derecho por el Estado de Opinión de corte fascista, lo complementa con el desarme de los grupos paramilitares mediante la Ley de Justicia y Paz. Creen que merecen legalizar sus tierras obtenidas con la violencia y sus capitales de origen mafioso y participar en política sin reparar a las víctimas y aportar a la verdad. Afortunadamente la Corte Constitucional precisa los alcances constitucionales de la Ley y las condiciones en que la Justicia Transicional empieza a operar en Colombia.
El Gobierno Santos recupera la tradición del reconocimiento del conflicto armado y de la negociación política y emprende una larga y complicada negociación de paz con las FARC al final de la cual, se establecen los Acuerdos de La Habana. A pesar del traspiés del plebiscito ganado estrecha y tramposamente por el No y de que la renegociación con el uribismo cercena en partes esenciales el texto original, las FARC asumen firmemente el Acuerdo de dejación de las armas sobre la base del cumplimiento por parte del Estado de los seis puntos del Acuerdo Final. La comunidad internacional y sus instituciones celebran y acompañan el suceso y la sociedad colombiana fortalece su compromiso con una cultura de paz y con la transición hacia una paz “estable y duradera” y una democracia plena que desarrolle la Constitución de 1991.
Sin embargo los procesos sociales y políticos no son lineales y la construcción de la paz se realiza en medio de muchos conflictos: la oligarquía colombiana ha asumido siempre las negociaciones de paz con un carácter contrainsurgente que busca desarmar guerrillas sin transformaciones económicas y sociales, y en parte esto se refleja en el texto del Acuerdo que, por ejemplo, enmarca el desarrollo rural integral “en un contexto de globalización y de políticas de inserción en ella por parte del Estado”. Más grave aún es el incumplimiento de este punto 1 del Acuerdo Final como una política expresa del Gobierno del Centro Democrático que ha centrado su estrategia de “paz con legalidad” en la atención parcial a los desmovilizados abandonando los compromisos del Estado con la Reforma Rural Integral. Ello constituye un acto de perfidia como lo ha señalado Humberto De La Calle en cuanto la desigualdad en el acceso a la tierra y la pobreza del campesinado y su abandono por parte del Estado han sido una de las causas del alzamiento armado. Al contrario, parlamentarios del partido de Gobierno han presentado al Congreso proyectos de Ley contra la Restitución de tierras de la 1448 y contra la Ley 160 de 1994 de Zonas de Reserva Campesina, en una estrategia completamente regresiva.
En cuanto a la Reforma Política el Gobierno Duque no sólo no ha podido garantizar el derecho a la vida de los liderazgos sociales, políticos y de derechos humanos, de los desmovilizados de las FARC, sino que ha incumplido con la creación de las Circunscripciones Especiales de Paz para la elección de 16 Representantes a la Cámara de zonas especialmente afectadas por el conflicto. El Centro Democrático ha satanizado esas Circunscripciones como si fueran curules para las FARC demostrando la estrechez de su concepción democrática. Además, en contra de la promoción del pluralismo que promete el Acuerdo el Gobierno ha sido especialmente activo en acallar las voces disidentes y de oposición no sólo en el Congreso sino en los medios de comunicación, en los espacios culturales y ha estigmatizado la movilización social y la protesta pacífica como formas de acción política. La Reforma Política prevista en el punto 2 del Acuerdo no ha encontrado en el Gobierno Duque compromiso para sacarla adelante en el Congreso y en éste, tampoco la decisión de superar las lacras de la democracia colombiana como lo acaba de demostrar el fracaso de las leyes anticorrupción.
El más grave ataque al sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición (Punto 5 del Acuerdo) provino del mismo Gobierno del Centro Democrático y del Gobierno Duque que se propuso modificar el Acuerdo mediante las objeciones por inconveniencia a la ley estatutaria de la JEP. Tanto en el Congreso como en la Corte Constitucional salieron derrotadas, pero quedó en evidencia la estrategia gubernamental de debilitar la JEP, la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Dicha estrategia combina además la desfinanciación del sistema con el ataque permanente de los dirigentes políticos y parlamentarios del Centro Democrático y de los creadores de opinión y centros de pensamiento afines a la extrema derecha. Esa permanente campaña contra la Justicia Transicional y sus instituciones manifiesta la apuesta por la impunidad de los crímenes a causa del conflicto armado y el temor por el esclarecimiento de la verdad sobre las causas, los actores y sus responsabilidades. Manifiesta también desprecio por las víctimas del conflicto cuyo resarcimiento está en el centro del Acuerdo. Esto explica por qué las medidas de Reparación Integral como los Planes de Desarrollo Rural con Enfoque Territorial (PDET) no han encontrado el apoyo del Gobierno Duque,
La Solución al Problema de las Drogas Ilícitas (Punto 4 del Acuerdo) pone énfasis en la sustitución voluntaria de cultivos por parte del campesinado, en los Programas de Prevención del consumo y salud pública y en mecanismos contra la producción y comercialización de narcóticos. Pero aquí la estrategia integral del Acuerdo es suplantada por el Gobierno Duque por sus compromisos con la agenda antinarcóticos del Gobierno de Estados Unidos. De allí el abandono del Programa Nacional Integral de Sustitución manual de Cultivos de Uso Ilícito que compromete al estado con más de 100 mil familias campesinas, o la insistencia en la fumigación masiva con glifosato de los cultivos de coca, medida que seguramente va a encontrar la resistencia de las comunidades y de los campesinos, cultivadores o raspachines, a los que el Estado no les ofrece alternativas para su sobrevivencia.
En fin, claramente estamos ante el intento de “hacer trizas la paz”, que el uribismo agita como su bandera política. Pero los acumulados de la negociación política de más de tres décadas que han significado una modernización institucional vía Constitución de 1991, la progresiva afirmación de una cultura de paz y tolerancia en la sociedad colombiana, el despliegue de un amplio movimiento social contra la guerra y por la reconciliación y la conformación de un espectro político mayoritario en defensa de la paz, hacen completamente inviable ese retorno a la confrontación armada entre colombianos. Además es unánime el respaldo de la comunidad y las instituciones internacionales al Acuerdo.
Por eso consideramos equivocada la decisión de altos mandos de las FARC, en cabeza de su negociador principal de los Acuerdos de La Habana, de abandonar sus responsabilidades en el proceso de paz y llamar nuevamente a la rebelión armada por el incumplimiento de los Acuerdos por parte del estado colombiano. El tiempo de la guerra ya pasó, ahora es la hora de la política y de construír la paz y la reconciliación. Aún el incumplimiento del Estado hay que confrontarlo desde los espacios políticos abiertos por el Acuerdo.
Las Fuerza Alternativa del Común (FARC) como movimiento político legal surgido del Acuerdo se ha desmarcado claramente y ha reafirmado su compromiso con la reconciliación. Miles de excombatientes desde los espacios territoriales reconstruyen sus proyectos de vida y sus familias con sus proyectos productivos y sus apuestas sociales. Un nuevo llamado a la guerra en las condiciones actuales no sólo resulta obsoleto sino que no tiene futuro y, en cambio, le sirve a los propósitos de la extrema derecha uribista.
Hay que insistir entonces en el llamado del Punto 3.4.2. del Acuerdo a un Pacto Político Nacional “para que nunca más se utilicen las armas en la política, ni se promuevan organizaciones violentas como el paramilitarismo que irrumpan en la vida de los colombianos vulnerando los derechos humanos, afectando la convivencia y alterando las condiciones de seguridad que demanda la sociedad”.
Del pronunciamiento leído por Iván Márquez hay que resaltar, sin embargo, sus propuestas políticas: un nuevo gobierno comprometido con la paz, nuevos diálogos de paz para construir la paz completa que anhelamos, un gran acuerdo nacional para un proceso constituyente del pueblo soberano. Sólo que esas propuestas se promueven y se defienden desde la política. La guerra nunca más.