Por: Paulo Vieira, Belém-Altamira, Brasil / Traducción de Jandey Marcel Solviyerte.
Mientras el presidente de Brasil Jair Bolsonaro y sus seguidores rompen la cuarentena en Brasilia y en São Paulo, en el norte del país, en el estado de Pará, donde la realidad ha sido siempre la de la exclusión de las comunidades aborígenes y negras, la situación es bastante delicada. Publicamos la versión en castellano de una crónica escrita el día de ayer por el poeta, escritor y profesor de literatura de las comunidades indígenas de la Amazonía brasilera, Paulo Vieira, testigo presencial de los hechos.
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Justo hoy, día 27 de abril del año de la desgracia, más de cuarenta días después de la alerta inicial para que se iniciase la cuarentena en todo el país, es cuando el alcalde de Belém aparece en un video casero anunciando el cierre del comercio en la capital. Fingiendo estar consternado, con aire de guerrero de la línea del frente, supuestamente preocupado por sus electores, él pide, tarde, muy tarde: “quédense en casa”, y repite, con aire más grave aún: “quédense en casa”. Cínico, realiza lo que hace más de un mes debió haber hecho, sólo ahora que el sistema de salud colapsó.
Y olvidamos esa historia de números oficiales de contaminados y de muertos, pues están más distorsionados de lo que se pueda desconfiar, basta un sondeo rápido por los barrios para así percibir la incompatibilidad de lo real con lo anunciado. En Ananindeua, por ejemplo, donde tengo dos familiares infectados con el virus, en la calle donde viven hay vecinos y más vecinos con síntomas de Covid 19, y casi nadie se dispone a buscar ayuda porque ayuda no hay. Y la mayoría ni siquiera admite que puedan tener Covid, niegan, dicen que es “solo una virosis que está dándole a todo mundo aquí en la calle, en el barrio”. Niegan y niegan y es nada más que por devoción al presidente de la muerte. La mayoría niega porque no puede pagar los 350 reales para hacer el test y tener la confirmación, y se desespera aún más pues ayuda no hay, ni habrá. Parece más una negación apuntando a una ilusoria auto preservación, asociada con altas dosis de fe en Dios, para ver si la desgracia mengua. Los números de mi calle, de mi barrio, por tanto, no van a entrar en la cuenta.
Los infectados de esa calle, de ese barrio, están fuera de las estadísticas del gobierno federal, del estado y del municipio. Solo entran en la cuenta de la gente que vive allí, en aquella calle, en aquel barrio, y quedará apenas en la corta memoria de los sobrevivientes. Ya aquí en las márgenes del río Xingu y de la Autopista Transamazónica, en el oeste del estado, a más de 800 kilómetros distante de Belém, la ciudad de Altamira sigue el mismo rumbo de la capital. A pesar del abre y cierra de las puertas del comercio —la alcaldía manda a abrir, el Ministerio Público manda a cerrar—, en la práctica nadie, casi nadie dejó las calles, la misma vida de siempre. En cuanto al sistema de salud, no tiene cómo colapsar, porque siempre estuvo colapsado. A no ser que sea posible el colapso del colapso. Por hablar del colapso, la Caja Económica de aquí no da abasto en atender rápidamente al público que llega en busca de un auxilio de emergencia. Todos los días la enorme, lenta y densa fila salida de la puerta del banco se desdobla por el barrio y da una vuelta completa en el cementerio de la ciudad, para abrazar a los muertos, como en esos interminables días de difuntos.