Interesante momento histórico es el actual, en el que se debate alrededor del “Marco para la Paz”. Hay varios temas que necesariamente deben “colarse” en dicha discusión y que deberían ser parte de dicho marco, al menos como sus objetivos. Se trata de la reconciliación y del perdón. Nunca se han debatido en Colombia, a pesar de los múltiples instrumentos legales que se han tenido como referente para los procesos de paz, o que directa o indirectamente apuntan a buscarle el pie al arduo proceso para obtener una solución razonable al conflicto armado en Colombia.
Los procesos de paz, al menos en la historia reciente, han tenido como fundamento múltiples herramientas o marcos legislativos: las leyes 418 de 1997 (de orden público) y la 782 de 2002, en las que se han fundamentado los actuales procesos de paz y desmovilizaciones tanto las colectivas e individuales de integrantes de grupos armados ilegales. La ley 975 de 2005 (de justicia y paz), adoptada como régimen de justicia transicional ex post facto y la ley 1448 de 2011 o ley de víctimas y de restitución de tierras. En ellas, sobre todo a partir de ley de justicia y paz, se reconoce a las víctimas y se les da su dimensión histórica.
Es un principio de reconocimiento justo. Muy pocos estatutos lo hacen a nivel mundial respecto a la atención de víctimas de conflictos armados y en esa medida es necesario que se aplique en forma extensiva en Colombia, para que verdaderamente cumpla con su finalidad, tanto en materia de reconocimiento y reparación a las victimas, como en los aspectos correspondientes a la restitución de tierras a los cientos de miles de desplazados despojados durante el conflicto. Al menos a los que fueron afectados dentro de los límites temporales que dispuso la ley, pues el conflicto armado colombiano ha generado víctimas, despojo y desplazamiento no solo en sus últimos años, sino que este es un fenómeno recurrente en todas las manifestaciones del conflicto: de la violencia política bipartidista, la violencia guerrillera, la violencia paramilitar y la violencia narcotraficante, para señalar las facetas mas relevantes de la infame guerra que ha vivido esta nación.
Todos esos instrumentos legales han logrado avanzar, en el reconocimiento de estas víctimas, la consolidación de su estatuto, y han aportado progresos en cuanto a verdad y reparación, llegando a niveles que eran impensables hace algunos años. Pero seguimos sin tener un sistema normativo que verdaderamente propenda por la paz, o su sinónimo más preciado: la reconciliación.
Actualmente se tramita un “marco legal para la paz”, una reforma constitucional que permitirá adoptar instrumentos de justicia transicional que contemplen los estándares universales de justicia “verdad, reparación y garantías de no repetición” que fundamenten a su vez un desarrollo legislativo orientado a terminar el conflicto armado en Colombia.
Iniciativa un tanto ingenua, pero bien intencionada que acabará institucionalizando y volviendo permanente la justicia “transicional” en Colombia. Sigue, no obstante, patinando en la oscura entelequia de que lo que pretenden los actores armados en Colombia es, cansados de la guerra, irse para sus casas con unos beneficios jurídicos y económicos después de un proceso de sometimiento a la justicia. Creyendo que no les interesa una cuota significativa del poder que siempre se han querido tomar por las armas, ni la solución de necesidades apremiantes del pueblo colombiano con las que siempre han justificado su actuar y que siguen ahí, todavía sin remediarse.
Pero hablémoslo claramente. Hoy deberíamos estar en un proceso de reconciliación, que cuenta con los dos actores absolutamente necesarios, que son las victimas y los victimarios. Los demás, sin excepción son actores tangenciales, que poco o nada aportan al tema de la reconciliación o que se sirven de los actores necesarios, instrumentalizándolos a su conveniencia.
Y poco o nada aportan, por que desde las mismas normas fundantes de estos procesos, como las anteriormente mencionadas, no se dispone de una sola medida que permita acercar a quienes antes fueron las partes necesarias del conflicto, para que cumplan con su rol de partes de un proceso de reconciliación.
La reconciliación aparece dejada al garete, al paso del tiempo, a un tácito devenir por un proceso de cambio generacional inercial que tomará varias generaciones, o sea al olvido, a una apuesta negligente por los cien años de soledad.
El proceso colombiano requiere, no solo de la verdad y de la reparación de quienes fueron los victimarios, sino también del acercamiento y perdón por parte de las víctimas. Sin perdón no habrá reconciliación.
Es que la reconciliación debe ser un acto entre vivos coetáneos, seres humanos coexistentes, entre polos que dejan de rechazarse: no es posible que se deje al efecto del olvido por el paso del tiempo y la sustitución de generaciones, a quienes no les servirá de nada los monumentos y las consignas de memoria de hoy.
Jaques Derrida, el filosofo francés, dedicó algunos de sus escritos y conferencias al tema del perdón y expresó lo que hoy se conoce por los estudiosos de estos temas como la “paradoja de Derrida”. Perdonar lo imperdonable. Decía que no es lo venial, lo superfluo donde radica el perdón, que en esas circunstancias no significa nada. Es en lo grave, en lo de lesa humanidad donde verdaderamente se hace valioso el perdón tanto para la victima como para el perpetrador. Nunca un perdón gratuito, y jamás merecido, sino un perdón pedido con libertad y ganado con contrición, con la verdad total y con la reparación hasta donde sea posible del daño causado.
Hoy vale la pena que los colombianos reflexionemos frente a los retos legislativos y a la construcción de ese necesario marco legal para la paz, si es ineludible generar en el o a través de él procesos judiciales y vindictas punitivas o un verdadero proceso de reconciliación nacional.
/ Antonio García