Pertinencia de adoptar una visión prospectiva para la Paz Total

Por  Albeiro Caro / Coordinador del Programa Territorio, Paz y Desarrollo de la CNAI

Colombia, dada su compleja historia de relaciones turbulentas, se ha caracterizado por ser una sociedad que reacciona apresuradamente, sin previa reflexión, ante los acontecimientos que día a día la perturban. A menudo se afirma que este es un país sin memoria donde los hechos se atropellan, lo que lleva a cambiar constantemente el foco de atención. No obstante, como embriones de una nueva sociedad, más dispuesta a transitar por los caminos de la convivencia democrática, emergen movimientos sociales, étnicos, culturales, políticos y de género que van construyendo masa crítica favorable a la consolidación de salidas no violentas frente a sus múltiples conflictos.

Lógicamente, en los comportamientos sociales aún predominan las agendas ocultas, los móviles, intereses y objetivos de actores hegemónicos en los ámbitos nacional y territorial, como reflejo de un país fragmentado y desigual. Estos comportamientos son estimulados y adobados a través del manejo noticioso y editorial de los grandes medios y arropados en escenarios de poder institucional. Es bastante reconocible el juego sensacionalista entrelazado con la proliferación de la pugnacidad, a través de las redes sociales, con bots y bodegas, así como mediante mensajes tendenciosos enfocados en la colonización emocional de sectores recalcitrantes, como mercado cautivo del fanatismo ideológico, en procura de ofuscar la conciencia social y política, de usufructuar escenarios de poder y de socavar el Estado de Derecho.

Este contexto sociocultural se erige como barrera, reaparece en diversas coyunturas. Desafía la capacidad pedagógica y persuasiva de los sectores democráticos, para poder avanzar en la consolidación de procesos de paz, generalmente fragmentados e intermitentes en la conflictiva historia del país. Salir de la maraña de los múltiples conflictos armados y violentos, que frenan el proyecto de nación, presupone hacer el esfuerzo por entender y evidenciar los distintos contextos históricos nacionales y territoriales para avanzar hacia la construcción conjunta de una visión compartida del futuro.

Esto exige hacer el esfuerzo por ahondar en la identificación de factores incidentes, sus múltiples causas determinantes en el historial de violencia. Así mismo, invita a trascender las coyunturas y momentos políticos para identificar futuros deseables, indeseables y posibles en la prospectiva de una sociedad capaz de convivir sin eliminar física y/o moralmente al contradictor ideológico, político o social.

A pesar del contexto violento sociocultural y comunicacional, Colombia ha vivido diversas coyunturas de negociación de conflictos armados; fallidas unas y, relativamente exitosas, otras. Esto le ha permitido forjar experiencias y derivar lecciones de Acuerdos de Paz y reincorporación a la vida civil de grupos insurgentes, así como de sometimiento a la justicia de grupos paramilitares.

Estas experiencias, pese a la simultaneidad y complejidad conflictiva, han estado dedicadas grupo a grupo (con excepción de las frustradas negociaciones del gobierno Gaviria con los grupos que se mantuvieron en la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar: FARC, ELN y disidencia del EPL, después de los Acuerdos de Paz del 91, en el marco de la Asamblea Nacional Constituyente), para mostrar resultados dentro de modelos de negociación donde se han discutido los factores objetivos (desigualdad social, pobreza y concentración de la riqueza) y subjetivos de la violencia (existencia, incidencia y capacidad de los grupos armados ilegales).

Esto se ha dado, predominantemente, dentro de la apropiación de los enfoques de Naciones Unidas relacionados con procesos de Desarme, Desmovilización y Reintegración (DDR) para grupos insurgentes, así como de DDR1 para sometimiento a la justica de grupos que practican la violencia como método de control territorial y apropiación de rentas ilegales, sin tener carácter político.

No obstante, diversos actores políticos y jurídicos tienden, a menudo, a la absolutización de los modelos de Naciones Unidas o de los acuerdos implantados como si fueran el único esquema pertinente de negociación. Generalmente, se negocia en medio del conflicto y cada hecho violento de confrontación tensiona la mesa y pone en vilo el proceso de construcción de acuerdos.

Esto ocurre con el Acuerdo de Paz Gobierno-FARC de 2016 que se pretende extrapolar, por parte de los voceros gubernamentales de entonces, a las negociaciones en curso con el ELN y llevar a los demás grupos al terreno del sometimiento a la justicia, lo que negaría el carácter político de las disidencias FARC, hoy denominadas Estado Mayor y Segunda Marquetalia, lo que las pondría en el mismo escenario que los grupos multicrimen, como el Clan del Golfo, la Oficina de Envigado y las Autodefensas de la Sierra Nevada, entre otras, para su sometimiento jurídico.

Cada experiencia de acuerdo de paz ha dejado legados y carencias que el tiempo cubre y opaca hechos nuevos. Esto le confiere mayor relevancia al papel de la investigación y al trabajo de memoria histórica, que afortunadamente avanza con aportes sociales y comunitarios, más allá de los espacios académicos, para desentrañar lecciones, logros, limitaciones e hitos históricos.

Así, se ha podido evidenciar en 1953, como muestra Espinosa [1], en la negociación del gobierno de Rojas Pinilla con las guerrillas liberales del llano, en medio de la ruptura con el Partido Liberal que les quitó su apoyo, dado el contenido social del programa del movimiento insurgente y la ambición personalista de los jefes liberales: la desmovilización acordada con base en promesas de amnistía por delitos políticos, las garantías para la población combatiente, la indemnización a las víctimas, el trabajo para los exguerrilleros, la liberación de los presos políticos, la reconstrucción de pueblos, la dotación de escuelas y la creación de cooperativas, con crédito y maquinaria se vio frustrada por el incumplimiento gubernamental y el asesinato, a manos del Das Rural, de cuerpos policiales y de los llamados “Pájaros”, en tiempos de la Junta Militar, de numerosos excombatientes, empezando por su comandante, Guadalupe Salcedo.

Esta experiencia de paz fallida y el surgimiento del Frente Nacional, como pacto bipartidista excluyente de la élite, llevó a la incubación de otros conflictos armados, como la conversión de las ligas campesinas de Marquetalia, Planadas, el Pato, Riochiquito, Guayabero y Sumapaz, entre otras regiones, en las guerrillas que formaron las FARC EP, posteriormente. Además, estos factores de exclusión política, incumplimiento de acuerdos y de despojo de la población rural con la consiguiente migración a las ciudades condujo al surgimiento de otros grupos, como el ELN, el EPL y, posteriormente, con el fraude electoral de 1970, en favor de Misael Pastrana Borrero y de la continuidad del Frente Nacional, llevó al surgimiento del M-19.

El contexto de expulsión de campesinos de las zonas rurales y el despojo de tierras trajo nuevos escenarios de conflicto, en una economía incapaz de proveer opciones masivas de asalariamiento. Esto estimuló la colonización a la par de la marginalidad urbana, la proliferación de la economía informal y el trabajo por cuenta propia, en medio de la guerra del centavo y la exclusión de las redes formales del estrecho mercado, de la falta de acceso al crédito, lo que trajo el agiotismo que se convirtió en el oneroso crédito gota a gota, como parte constitutiva de las economías ilegales, de la segregación urbana y de nuevas formas de criminalidad.

La experiencia fallida de los Acuerdos de Paz de 1984-85, con la ruptura de la tregua multilateral durante el gobierno de Belisario Betancur, se articuló a los procesos del terrorismo estatal y del paramilitarismo. Esto llevó a la tragedia de la guerra sucia y al exterminio de todo un Partido Político, como le ocurrió a la Unión Patriótica, simultáneamente con el asesinato de dirigentes sociales y políticos de otras agrupaciones con raigambre popular.

No obstante, esto dejó una importante lección, como fue, el reconocimiento de la validez de cambiar la aparentemente inamovible y centenaria constitución de 1886 y de avanzar hacia la democracia participativa, el ejercicio del derecho a la tutela, la acción popular y de grupo y El Estado Social de Derecho, a través de la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Sin este momento histórico, no se puede comprender la Constitución de 1991, aún con su amplio contenido neoliberal en materia económica, así como las negociaciones emprendidas, de manera secuencial o paralela con, al menos, siete organizaciones guerrilleras y milicianas, como el M-19, el EPL, El PRT, el Quintín Lame, Las Milicias de la Comuna Nororiental de Medellín, la CRS y el MIR COAR de Antioquia.

Pero, también, ese carácter focalizado, por grupos, permitió reducir los alcances de los Acuerdos de Paz, limitar los procesos de reinserción y las dinámicas territoriales; estas se vieron reducidas a obras públicas puntuales del Plan Nacional de Rehabilitación, votadas en asambleas comunitarias, pero, alejadas de la construcción de tejido social y de la participación social incidente.

La desmovilización paramilitar, entre 2003 y 2006, permitió diferenciar entre negociaciones políticas y sometimiento a la Justicia, gracias a la Sentencia de la Corte Suprema de Justicia, sobre la Ley de Justicia y Paz. Ello permitió el sometimiento de los integrantes de las AUC. No obstante, el derecho de las víctimas a la verdad, a la reparación y a la no repetición fue escamoteado mediante la extradición de 14 excomandantes, lo que permitió sembrar mantos de impunidad, proteger los intereses de políticos, empresarios y terratenientes, así como de funcionarios institucionales de las diversas ramas del poder público en los ámbitos nacional y regional, de oficiales y agentes de la fuerza pública.

El paramilitarismo mutó conservando sus métodos, a la par que se desarrollaron bandas multicrimen, como el Clan del Golfo y la Oficina de Envigado entrelazadas con la captación de rentas provenientes del narcotráfico, de la minería ilegal, de la apropiación del presupuesto público, en especial de la salud, del tráfico de personas, del sicariato, del contrabando, la extorsión y del crédito gota a gota, entre otras actividades ilegales.

Por su parte, el Acuerdo de Paz suscrito entre el Gobierno Santos y las FARC EP dejó, como legados importantes la Reforma Rural Integral, el derecho de las víctimas a la participación política mediante circunscripciones especiales, soluciones pacíficas y de salud pública frente al problema de las drogas de uso ilícito  y el Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y Voluntad de No Repetición, lo que permitió reconocer como actor principal de la justicia restaurativa a las víctimas y a la Justicia Especial para la Paz-JEP-, como pilar central del Acuerdo. Esto, a la vez, permitió fortalecer el reconocimiento y compromiso internacional con el proceso de paz en Colombia y dar salida a las restricciones para un entendimiento viable, frente a la incidencia del Estatuto de Roma y de la Corte Penal Internacional-CPI. Así, también, ha sido posible la comparecencia de excomandantes y excombatientes de las antiguas FARC EP, así como de militares implicados en los mal denominados “Falsos Positivos”.

A la par, se presentaron las limitaciones en las Sentencias de la Corte Constitucional que permitieron evitar la comparecencia de los terceros civiles implicados en el conflicto armado, lo que permitió blindar a sectores empresariales y de terratenientes implicados en el despojo de tierras y en el financiamiento de grupos paramilitares.

Un gran diferencial del momento político actual y del potencial de cambio reside en que el gobierno que lidera el proyecto de Paz Total es de estirpe popular. Esto no tiene precedente en la historia del país. De allí que la propuesta de paz total no se reduce a la negociación política con grupos insurgentes o al sometimiento con grupos armados ilegales. En tal sentido, el factor determinante de los avances reside en la promoción de una sociedad movilizada como sujeto sociopolítico en procura de la paz. Esto le confiere enorme importancia al papel de las organizaciones sociales y ciudadanas, al diálogo entre actores territoriales, gremiales, culturales, políticos y ambientales para construir agendas de paz y convivencia democrática y cerrar la página de las múltiples violencias.

En su esencia está la importancia de los pactos nacionales y territoriales para lograr reformas estructurales. A la vez, invita a superar los factores de violencia mediante cambios democráticos que propicien la inclusión social mediante acciones afirmativas y propender por el goce efectivo de los derechos humanos, económicos, ambientales, sociales, políticos, culturales, étnicos y de género para el conjunto de la sociedad, tanto en el plano nacional como en los territorios. En esta óptica reside la importancia del fortalecimiento de la participación ciudadana y comunitaria y de la construcción social de los territorios, a través de la participación incidente en los diálogos mediante la construcción y fortalecimiento de plataformas capaces de concertar con los gobiernos locales y con el gobierno nacional.

Esto permite establecer la importancia de superar el mito presente en las negociaciones de paz anteriores, lideradas por gobiernos hegemónicos de partidos tradicionales, consistente en plantear que “el modelo no se toca”. Esto, como se puede ver, es la manera de procurar que se mantenga el ordenamiento económico y social, la hegemonía de un capital financiero incubado al calor del proteccionismo y la intervención del Estado y el predominio de las políticas neoliberales en las diferentes dimensiones de la vida social que desde sus privilegios insisten en la privatización de los bienes y servicios públicos y sociales.

Dicha óptica de negociación política en los procesos de paz ha permitido reducir los Acuerdos a las dinámicas de reincorporación a la vida civil y se ha enfocado en cooptar a las dirigencias de los grupos firmantes, para su proyección personal y desconexión con los territorios. A la par, las desmovilizaciones individuales han servido para estimular las dinámicas contrainsurgentes.

Mientras tanto, las políticas de sometimiento a la justicia se han concebido para tratamientos individuales, con carencia de enfoques territoriales de reparación y resocialización. Lo evidente es que tales políticas de sometimiento han fracasado y no han logrado resultados. Mientras tanto, los factores de precarización social y crecimiento de la desigualdad, aunados a la incidencia de las bandas multicrimen se vuelven atractivas para jóvenes sin opciones e, incluso, para personal de la fuerza pública que abandona o se mantiene en el servicio con la consiguiente degradación del tejido social, ético y político dentro de la cimentación de la subcultura mafiosa.

Esto le confiere enorme prioridad a la construcción social de los territorios, precisamente, para potenciar procesos de interlocución e inclusión social, que permitan desactivar factores de violencia desde la propia dinámica de del diálogo, construcción y gestión de agendas territoriales.

Sin embargo, la complejidad del momento y las fuerzas de inercia implantadas en las subculturas de negociación predominantes, siempre enfatizarán en los factores de conflicto y en su tratamiento agresivo, más que en los consensos y en la posibilidad de identificar escenarios de entendimiento que se puedan concretar en ceses de hostilidades, treguas bilaterales y, por qué no, multilaterales.

Esto se expresa en el tradicional comportamiento de las fuerzas en conflicto que pretenden mostrar poderío militar en la mesa de negociación mediante el impulso de acciones violentas, en vez de priorizar las dimensiones humanitarias que deberían reconocer a las comunidades como los sujetos centrales de la paz total. Aunque se han dado las caravanas y alivios humanitarios, por ejemplo, en el caso del ELN, a menudo la coyuntura se tensiona por nuevos hechos trágicos y dinámicas de propaganda armada que, paradójicamente, no suman legitimidad en la mesa de negociación; por el contrario, colocan el papel de este grupo insurgente por encima de las comunidades cuyo papel participativo e intereses dice prevalecer. A la par, las condiciones del diálogo se afectan con hechos luctuosos de muerte de integrantes de la fuerza pública o de los propios integrantes del grupo insurgente.

También es el caso de grupos como el Clan del Golfo cuyo carácter delincuencial es inherente a su génesis y razón de ser. Sin embargo, sus acciones de propaganda y manipulación del paro minero en el Bajo Cauca, en procura de lograr reconocimiento político, por el contrario, lo dejan más aislado, a pesar de su capacidad de presión e intimidación a la comunidad. Este caso es ilustrativo de la importancia de “tocar el modelo” para la transformación en la vía de la formalización de la minería artesanal del oro, de su conexión con la protección ambiental, con la recuperación de la economía campesina y con la posibilidad de la compra del oro por parte del Banco de la República, en la vía de cortar los circuitos de la economía criminal y el lavado de activos.

En estos casos se ha puesto en evidencia la importancia de conjugar los distintos instrumentos del Estado de Derecho y de la justicia para controlar territorios, avanzar en procesos de incautación de precursores químicos, drogas de uso ilícito, bienes de la mafia, dineros procedentes de economías ilegales, de naves y propiedades mafiosas, así como de captura y judicialización de jefes de bandas con base en la cooperación policial y judicial de diversos países.

No obstante, es sintomático que entidades como la Procuraduría y la Fiscalía se muestren contrarias al proceso de Paz Total. La Procuraduría en concepto emitido ante la corte Constitucional pretende tumbar la Ley 2272 de 2022, Ley de Paz Total. Al tiempo, la Fiscalía ha pretendido desconocer de plano el proyecto de ley de sometimiento a la justicia.

No obstante, el Gobierno Nacional ha logrado comprometer a la Fiscalía en dinámicas de colaboración, con base en el respeto de sus fueros constitucionales y legales, sin detrimento del avance necesario y en la adaptación y depuración de los conceptos y contenidos, de modo que se diferencien los procesos de negociación de paz de los de sometimiento a la justica, así como los de reincorporación a la vida civil, de los de resocialización de delincuentes. Esta concertación es necesaria para lograr, incluso que los factores punitivos y de justicia restaurativa se conjuguen y coloquen de manera adecuada en los diversos casos específicos y se implanten en la justicia ordinaria, siempre colocando el papel de las víctimas al centro, como sujetos prioritarios y a los territorios como escenarios fundamentales de la construcción de la paz con justicia social.

Como suele decirse en términos prospectivos, “mirando hacia el futuro, todas y todos somos buenos”. Esto invita a estimular procesos de reflexión y entendimiento nacional y territorial para encontrar y construir escenarios que permitan viabilizar y desbloquear los caminos de la convivencia democrática. En el momento actual, todo depende, también, de las formas y maneras como se aborden los procesos de campaña política para gobiernos y cuerpos colegiados de entidades territoriales. Allí se pondrá a prueba la capacidad y comprensión de líderes, lideresas y fuerzas sociopolíticas. Con respecto a la pertinencia y trascendencia de la coyuntura para la Paz Total.