“Barcelona tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo”, escribía Engels en 1894 en uno de sus informes a la Internacional con relación a los levantamientos sucedidos en España en el verano de 1873. Ciento dieciocho años después de haberlo referido Engels, decenas de miles de personas serpentearon las calles del puerto mediterráneo para conmemorar el primer aniversario del 15-M y de nuevo mostrar que ese bouquet de lucha sigue entrañablemente ligado al talante de su ciudadanía. En el kilómetro cero de Madrid – la emblemática Puerta del Sol – una multitud delirante lanzó un “grito de silencio” cuando el reloj de la Casa de Correos marcó las diez de la noche, hora límite decretada por las autoridades para abandonar la plaza: a los miles allí presentes no les era necesario pedir una autorización para hacer una revolución. Durante el 2011 los estudiantes chilenos y colombianos ganaron el pulso de la opinión pública y consiguieron detener temporalmente los planes oficiales de intervenir peligrosamente la educación pública. En Barcelona uno de cada tres jóvenes lleva a las manifestaciones algún atuendo que lo identifica con el ideal ácrata y en la reciente Feria del Libro de Bogotá, escribe Carlos Lozano en el semanario VOZ, hubo un inusitado interés de los jóvenes por adquirir literatura marxista.
Amén de lo sociológico, esta deriva contestaría merece una mayor atención por parte de los lideres de la izquierda en el mundo y en particular de la colombiana. Esta rebelión ciudadana y mayoritariamente juvenil viene demoliendo la inflexible ingeniería diseñada y defendida por ciertos directorios de la izquierda que no parecen tomar nota de las nuevas realidades y aún creen ingenua o testarudamente que los manifestantes callejeros del siglo veintiuno poseen el mismo listón de valores que los del milenio anterior. Los indignados de hoy se están rebelando contra el actual modelo económico y cuestionan la manera como funcionan las instituciones y los partidos políticos, pero su acción de resistencia y rebeldía no está asociada al empleo de las armas o al uso de la violencia como generalmente se defendía o justificaba en el pasado.
En un núcleo considerable de los dirigentes de la izquierda colombiana con representación ejecutiva y parlamentaria se observa una tendencia a autocorregirse políticamente cuando el establishment los reconviene o se placen en nadar a favor de la corriente cuando las “encuestas de opinión” dicen afectarles. Así no se consigue musculatura política desde la izquierda y menos a costa de los indignados que, en el caso español por ejemplo, tienen en su haber 14.679 propuestas e ideas surgidas de las asambleas de base que se han se realizado en los lugares más inverosímiles y son terminantes cuando reclaman coherencia y honestidad a la clase política.
Jean-Luc Mélenchon, el aguerrido candidato del Front de Gauche (Frente de Izquierda) en Francia quien abarrotó la Plaza de la Bastilla en París y reunió a millares en una playa de Marsella se reclama como el hombre de la “furia y el ruido” – evocando al personaje de Shakespeare – y sin ambigüedades invita al pueblo a la resistencia lo mismo que a salir a las calles de la República para tomarse el poder y echar por tierra el régimen imperante. Mélenchon no niega sus simpatías con los gobiernos de izquierda en América Latina y en las legislativas de junio ha retado a la dirigente xenófoba, Marine Le Pen, del Frente Nacional en su propio feudo ultramontano para disputarle la curul al parlamento. Bastante daño le hace a los proyectos de izquierda que surgen en Colombia los giros y las maromas que habitualmente realizan dirigentes harto conocidos por la gente y que además se autoproclaman como representantes de la izquierda democrática. No es casual entonces que la mayoría que resiste en la calle, valga la redundancia, se resiste a votar por ellos. Parte de la Izquierda no acaba de entender esta dualidad del 15-M, la MANE o de los indignados en general.
Otro aspecto que no cabe en los cerebros de ciertos cuadros de la izquierda son los conceptos de pluralidad y la aparente “no organización” como forma de organización de los movimientos en rebeldía. Los luchadores callejeros tienen fe en lo que están haciendo y no requieren un dogma para tenerla. Empleando un lenguaje parabólico diría, quizá como cierto evangelista, que de nada vale el dogma si no hay fe. No es una sola idea por la que la gente ha vuelto a las calles y las plazas sino muchas ideas y todas ellas válidas desde la perspectiva de cada luchador. Manifestaciones tales como el teatro de guerrilla, los disfraces, los performances o la exposición didáctica para entender un tema económico son los signos gramáticos de los nuevos tiempos. Construir los proyectos políticos y organizativos a partir de la praxis del pueblo es, desde los tiempos del ruido, el abecé para cualquier partido o movimiento que tenga como objetivo llegar al poder y hacer las trasformaciones estructurales que pide la mayoría. Es triste una historia política reducida a mera constancia histórica. Hay que perder el miedo a la audacia. No se trata de mirar con aire despectivo a los movimientos callejeros o tildarlos de espontáneos o voluntaristas y antes por el contrario desprenderse de esa mala leche e inspirarse en ese “estado de ánimo” que es capaz de mover a múltiples colectivos contra el racismo, por la educación gratuita, contra la corrupción financiera, por los derechos de los animales, contra la guerra, por la defensa de la tierra y sus raizales, contra la homofobia y la xenofobia, por la legalización de la marihuana, contra la censura de prensa, por la libertad de conciencia…en fin.
/ Yezid Arteta Dávila