Con base en criterios contables, como el número de veces que aparece la palabra seguridad o la cantidad de programas, proyectos y montos de inversión destinados al tema en el proyecto de plan de desarrollo distrital “Bogotá Humana”, se podría concluir que la seguridad urbana en los cuatro años de la administración Petro quedó relegada al nivel de una preocupación menor. Sobre todo, al lado de temas como la educación inclusiva y el desarrollo integral de la infancia cuyos programas acaparan cerca del 35% de la inversión prevista en el plan plurianual de la administración central y establecimientos públicos, o el programa de movilidad al cual se le asignan recursos que ascienden a casi 30% de dicha inversión. En contraste la suma destinada a programas explícitamente dedicados a la seguridad no alcanza siquiera al 2% del total del referido presupuesto.
Pero a la luz de la preocupación central del proyecto de plan por luchar contra la segregación social y espacial en Bogotá, resulta que el tema de la seguridad urbana cobra una importancia que no había registrado en ningún plan de desarrollo distrital anterior. La segregación en contextos urbanos es y continuará siendo uno de los problemas claves del siglo XXI y de su manejo dependerá la fisonomía futura de las grandes ciudades: ¿volverán a imponerse las fortificaciones para blindar a sus ocupantes de la inestabilidad generalizada, o predominarán las alamedas acogedoras que invitan al disfrute de la vibrante vida urbana?
Escenarios pesimistas pronostican que de seguir su curso el estado actual de cosas, en la siguiente generación al menos la mitad de los pobres que hoy tiene el mundo continuará siéndolo, al igual que sus hijos. La novedad es que en su gran mayoría esos pobres del futuro estarán concentrados en ciudades: en otras palabras, la pobreza se está urbanizando.
Así las cosas, en el siglo que comienza las autoridades urbanas no sólo tendrán que ocuparse de la adaptación al cambio climático; también tendrán que encontrar la manera de adaptarse a recibir oleadas interminables de migrantes pobres. Con razón señalan algunos que el atractivo que ofrece el medio urbano a los pobres es precisamente la oportunidad de dejar de serlo. Pero este no es un resultado espontáneo o automático. Gran parte de los pobres en países como el nuestro ya están urbanizados desde hace más de una generación y, a pesar de los novedosísimos recursos estadísticos que logran sacarlos por millones de la pobreza en los registros administrativos, es probable que dentro de 25 años continúen siéndolo. La segregación social y espacial se encargará de ello, tal como lo ha hecho hasta ahora.
La segregación urbana emerge no sólo como consecuencia de las desigualdades de ingresos y oportunidades, sino también de mercados ineficientes de suelo y vivienda urbanos, onerosos mecanismos financieros, y la propia planificación urbana excluyente. Perversamente, la brecha urbana afecta y agrava la condición social de los residentes de escasos recursos, aislándolos física y socialmente de los circuitos económicos, institucionales, políticos y culturales mediante la estigmatización social a la cual se suman los extensos y costosos trayectos de desplazamiento para remontar la escasa integración física de los barrios periféricos a las redes urbanas existentes. Excluidos de la posibilidad de acceder y participar de las economías urbanas formales, crece el número de hogares que encuentra en las actividades al margen de la ley y la delincuencia una atractiva alternativa de ingresos y empleo.
En resumen, las ciudades que en el futuro no tengan éxito ayudando a sus residentes más pobres a integrarse a la vida económica, social, política y cultural urbana por medio del mejoramiento de vivienda y el acceso a servicios sociales y oportunidades de ingresos de calidad, están en riego de sumirse en el profundo abismo de la inestabilidad social gobernada por el crimen y la violencia. Por consiguiente, no es atrevido afirmar que el énfasis en la lucha contra la segregación social y espacial del proyecto de la “Bogotá Humana” es el planteamiento de seguridad urbana más sólido que haya propuesto un plan de desarrollo distrital hasta el presente.
No obstante, a pesar de su contundencia lógica, el proyecto de lucha contra la segregación urbana aparentemente pasa por alto que para acabar con este mal se requerirá más que un incremento sustancial en la inversión pública destinada a tal propósito. Así como la llegada a la ciudad no es garantía automática de que los pobres encontrarán allí oportunidades para dejar de serlo, la segregación urbana tampoco es producto de la espontaneidad no intencionada. Urbanizadores piratas, agiotistas, políticos, inspectores de policía, traficantes de drogas y armas de fuego, curadores urbanos, abogados y otros operadores judiciales, para apenas nombrar algunos de ellos, la promueven activamente porque resulta rentable para ellos. En su conjunto, quienes derivan rentas de la permanencia y ampliación de la segregación urbana probablemente controlen más capital político y financiero que la propia administración distrital, y muy seguramente pondrán estos capitales a jugar para evitar que el negocio de la segregación urbana se les dañe.
Conviene que la administración comience a pensar no sólo en cómo obtener los votos en el Concejo Distrital para lograr la aprobación del presupuesto plurianual que está proponiendo para avanzar en un propósito verdaderamente crucial para el futuro de la ciudad, sino también cómo ganará el apoyo y respaldo popular que necesitará si en verdad quiere romperle el espinazo al multibillonario negocio de la segregación urbana en Bogotá .
/ Bernardo Pérez