A la mayoría de los seres humanos nos aqueja una enfermedad particularmente grave. No es una enfermedad física ni mental. Hasta el momento no se ha podido establecer su origen. No es fisiológico: al parecer no se origina en el metabolismo celular ni tiene que ver con alteraciones de funciones neurológicas, ni con el sistema osteomuscular; y sin embargo afecta todo el sistema orgánico generando graves trastornos y principalmente afecta el modo como los seres humanos perciben la realidad. No tiene que ver con la lateralidad ni con la corporalidad pero si afecta notoriamente la inteligencia y el desempeño social impidiendo la debida convivencia, pues genera intolerancia hacia los demás, polarización, estigmatización, odio y también mata.
Se trata de la imbecilidad o hemiplejía moral. Descrita inicialmente, en forma magistral no por un médico, ni un psicólogo, sino por el filósofo español José Ortega y Gasset, en el prólogo de una edición de su libro “La rebelión de las masas” expresándola en una forma radical, contundente; casi dolorosa:
«Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral».
Qué difícil es explicar la hemiplejía moral, a pesar de que nos afecta a casi todos, sin tocar nuestra cómoda posición para percibir la realidad desde esta dicotomía que constituye el más común de los puntos comunes.
No la podríamos explicar sin separar la visión que tenemos de nuestro entorno, de separarnos de unos y alienarnos al lado de otros y asumir que estamos ubicados en unos proyectos políticos que no tienen fronteras sino las que inventamos. Cada vez las vamos corriendo, presionando en el sentido contrario hacia la exclusión y anulación del otro; para contradecirlo, entrando en conflicto con él y finalmente guerrear y llegar hasta matar al opuesto. Así le damos al contradictor, por supuesto, una buena disculpa para poder a su vez contradecir, conflictuar y finalmente guerrear y matarnos. Todo porque uno piensa de una manera y él otro piensa de otra forma.
Qué extraña enfermedad. Nada que riña más con el humanismo que hoy predicamos y que debería regir a los seres humanos por su misma naturaleza. Suena raro que esta descripción la hubiera hecho Ortega, a quien la derecha lo veía como izquierdista y la izquierda lo percibía como derechista. Y todo esto en la convulsionada y violentísima época de la guerra civil española y el período Franquista. Don José tendría sobradas razones para temer por su vida, y desde luego para señalar como imbéciles a quienes se alienaban, enajenaban insensatamente sus mentes y sus conciencias alrededor de ideas y se respaldaban en la violencia.
El 11 de septiembre de 1789, en el seno de la asamblea constituyente que selló la revolución francesa, parte de los constituyentes en señal de su voto por una propuesta de mantener el poder absoluto del soberano, se ubicaron a la derecha del presidente de la asamblea. Los partidarios de la soberanía radicada en la nación se formaron a la izquierda. A partir de ese instante se repolarizó el universo.
Milenios antes de la revolución francesa y de la ilustración del siglo de las luces, antes del advenimiento de las ideas liberales, de la aparición de los derechos humanos, y con ellos la percepción de izquierda y derecha en el mundo político, ya había brotado el humanismo. Nació con Protágoras, un sofista quien varios siglos antes de Cristo, dijo: “el hombre es la medida de todas las cosas”. Y nunca manifestó esa ambivalencia de extremos que se hizo constante y permanente muchos siglos después, con el advenimiento de la tecnología y la mente “prodigiosa” del moderno “homo sapiens” que hoy le sirve a la humanidad como primer factor de exclusión social.
Cuantas muertes, cuanto dolor, cuanto sufrimiento se hubiera evitado la “civilización” si se hubiera quedado con la ingenua expresión de Protágoras y hubiera construido una verdadera cultura humanista desde entonces manteniendo esa sencilla cosmogonía que centraba en el ser humano el mayor valor.
/ Antonio García