Por Edgar Yesid Achury*

Foto: BBC

Texto publicado gracias a una alianza con el portal elquinto.com.co

“Si lo logro allí, puedo lograrlo en cualquier parte”, cantaba Sinatra. El martes, Nueva York volvió a hacerlo: desafió al poder establecido y eligió el vértigo del cambio antes que la comodidad de lo conocido.

El título suena a canción, y lo es. New York, New York, la melodía que Liza Minnelli estrenó y Frank Sinatra inmortalizó, es una declaración de pertenencia y orgullo. En sentido técnico, es una precisión geográfica: la ciudad de Nueva York, dentro del estado de Nueva York. Ese doble nombre, aparentemente redundante, esconde una tensión constante entre dos mundos que apenas se rozan. El estado —rural, agrícola, profundamente verde y extenso, gobernado desde Albany, su capital- contrasta con la ciudad —urbana, diversa, ansiosa, irreverente—. Son dos realidades que viven bajo el mismo nombre, pero en planetas distintos.

Esa dualidad explica buena parte de lo que ocurrió en las elecciones del pasado 4 de octubre. Zohran Mamdani derrotó de manera categórica a Andrew Cuomo y al debilitado republicano Curtis Sliwa. Con más del 50% de los votos, Mamdani no solo ganó la alcaldía de Nueva York, sino que impuso un nuevo tono político en una ciudad acostumbrada a votar por figuras conocidas más que por promesas nuevas.

Andrew Cuomo representa, precisamente, esa vieja guardia. Exgobernador del estado de Nueva York, su carrera se desplomó en 2021 tras las denuncias de acoso sexual de once mujeres, acusaciones que él negó con vehemencia pero que lo obligaron a renunciar. Cuomo intentó reconstruirse desde las ruinas de su propio nombre, apostando todo a la ciudad que, durante décadas, había sido su bastión político y emocional, rechazado al mismo tiempo en las áreas rurales del estado. Su padre, Mario Cuomo, había sido alcalde, gobernador y un emblema del Partido Demócrata clásico: orador formidable, defensor del liberalismo humanista y símbolo del poder neoyorquino en Washington.

Andrew creyó que ese apellido bastaba para abrirle de nuevo las puertas de la ciudad. Primero buscó la candidatura demócrata, pero fue derrotado por la nueva ola progresista que domina hoy el pensamiento urbano de Nueva York. Luego se lanzó como independiente, apelando a la nostalgia y al recuerdo de una época en que su apellido equivalía a autoridad. Pero los votantes, especialmente los jóvenes y las minorías, le dieron la espalda.

El republicano Curtis Sliwa, por su parte, hizo una campaña testimonial. Su discurso de “ley y orden” apenas logró conservar un espacio marginal en una ciudad más preocupada por el costo de la vivienda, el transporte público y el cambio climático que por el viejo miedo al crimen callejero.

Frente a ellos, Zohran Mamdani encarnó lo nuevo, lo diferente, lo que todavía no tiene forma, pero sí energía. De treinta y cuatro, hijo de inmigrantes ugandeses y él mismo nacido en Uganda, formado en el activismo comunitario de Queens, su discurso combinó idealismo con propuestas de acción concretas: vivienda digna, justicia social, transporte gratuito, descarbonización urbana. Su lenguaje, sencillo y apasionado, logró algo que Cuomo había perdido hacía mucho: conexión emocional con el votante común.

Pero Mamdani no estuvo solo. Su ascenso fue también el resultado de una red de apoyos poderosos dentro del ala progresista del Partido Demócrata. Alexandria Ocasio-Cortez (AOC), la congresista del Bronx y Queens, fue una de sus principales impulsoras. Joven, carismática y ferozmente combativa, AOC se ha convertido en la voz más visible de esa generación que desafía las estructuras tradicionales del poder demócrata. Su respaldo no solo le dio legitimidad a Mamdani, sino que movilizó a miles de voluntarios que transformaron la campaña en un movimiento ciudadano.

También Barack Obama, aunque con la prudencia que lo caracteriza, reconoció en Mamdani “una energía nueva, un liderazgo que entiende que el cambio debe construirse desde la comunidad hacia arriba”. El apoyo del expresidente, aunque más simbólico que operativo, sirvió como aval moral ante los votantes moderados que aún miraban con recelo la figura del joven candidato.

Y junto a ellos, Bernie Sanders. El veterano senador de Vermont, toda una leyenda viva del progresismo estadounidense, cerró filas a favor de Mamdani en las últimas semanas de campaña. Sanders, que conoce bien la fuerza de los movimientos de base, vio en él a un continuador natural de su lucha por la equidad y la justicia social. Su presencia en los mítines del Bronx y Brooklyn fue determinante para consolidar el entusiasmo entre los votantes más jóvenes que lo aman como si fuera un veinteañero.

En el otro extremo, el presidente —decidido a evitar una fractura en su propio partido— apostó por Cuomo, incluso sabiendo que su figura despertaba más resistencia que simpatía. No solo lo apoyó públicamente, sino que, en los días finales, lanzó una advertencia velada sobre el “riesgo” que representaría una victoria de Mamdani, insinuando que los fondos federales a la ciudad podrían verse afectados. Lejos de intimidar, ese gesto encendió el espíritu rebelde de Nueva York: una ciudad que no tolera imposiciones y que, históricamente, responde al poder con desafío.

Por eso, más que una simple elección, lo de ayer fue una declaración. Nueva York no votó solo por un alcalde, votó por sí misma. Por la idea de que la ciudad puede reinventarse sin pedir permiso.

Ahora, comienza la parte más incierta. Mamdani es una promesa, no una certeza. Tiene el carisma, la inteligencia y la audacia, pero su programa aún no ha sido probado en la maquinaria real del poder municipal. Lo esperan las negociaciones con los sindicatos, los desarrolladores, los medios y una ciudadanía que votó con esperanza, pero que no concede segundas oportunidades fácilmente.

La historia de Nueva York está llena de líderes que parecían la encarnación de un cambio y terminaron devorados por la ciudad que los eligió. Otros, en cambio, dejaron huella y transformaron su tiempo, como el mismo papá de Andrés Cuomo. Mamdani podría ser uno u otro. Todavía no lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que New York, New York, sigue fiel a su espíritu: contradictoria, impaciente, genial y desafiante. Una ciudad que nunca vota por obediencia, sino por impulso. Y que, una vez más, ha decidido escribir su propio destino al ritmo de la vieja canción que la hizo eterna.

*De Fusagasugá. Californiano por adopción. Apasionado por la geopolítica. Ingeniero de alimentos, maestro quesero.

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