Toribío: Pulp Fiction

Recuerdo que los últimos combates que tuvo el extinto M-19 antes de iniciar con el gobierno, presidido por Virgilio Barco, un proceso de diálogo y negociación en Santo Domingo, Cauca, sucedieron por los lados de Toribío. Muy cerca de allí, en un pliegue de la CordilleraCentral, localizado entre los límites de los municipios de Corinto y Toribío, estábamos reunidos en una especie de minicumbre varios mandos pertenecientes a las agrupaciones guerrilleras que formábamos en ese entonces la Coordinadora GuerrilleraSimón Bolívar (CGSB) en el occidente del país. A pesar de que los acuerdos entre el gobierno de Barco y Carlos Pizarro, en nombre del M-19, ocurrían sotto voce los tiros seguían. El ensordecedor ruido de la guerra no siempre es sinónimo de “hecatombe” o un vaticinio de que vendrán tiempos peores. En muchas circunstancias la agudización en el plano militar puede ser la señal de un tiempo nuevo, un período de luz y cordura. Quisiera que los sucesos de Toribío y sus alrededores  fueran los coletazos de una guerra que llegó a su máximo techo y que no cuenta con más espacio para seguir avanzando y continuar “disminuyendo la estatura del ser humano”, tal como lo destacaba en un reciente escrito, Joaquín Gómez, miembro del Secretariado de las FARC. Situaciones extremas, similares a lo acontecido en el norte del Cauca, han acontecido en diferentes lugares de la tierra como antesala de un acuerdo que puso fin a una guerra.

Hago remembranza de este suceso porque desde que se tiene noción del actual conflicto colombiano, el nororiente del Cauca y particularmente la zona rural de Toribío nunca ha dejado de ser un lugar donde se muere con la convicción de estar cambiando el estatu quo o se mata con la seguridad de que las cosas seguirán tal como han estado siempre.  Cronológicamente, Toribío es la impronta de lo vieja que es la guerra en Colombia y lo anacrónico y peregrino que significa en estos tiempos la idea de proseguir el esfuerzo bélico para zanjar las diferencias de naturaleza política que dieron origen al contencioso colombiano. Los agravios que sufren los indígenas y colonos que, mayoritariamente habitan las tierras del Cauca, van más allá de una mera reformulación de la táctica o del despliegue operacional de las partes. La seguidilla de combates que se regeneran cada cierto tiempo en esta región del país no hace más que confirmar el fracaso de la guerra como fórmula salvadora. Los partes militares redactados por las unidades castrenses y los rebeldes y que resumen, cada uno a su manera, los resultados de la refriega no cambiarán sustancialmente la correlación estratégica que guarda el conflicto, pero quizá estos mismos boletines de guerra serán útiles más adelante cuando llegue el momento de escribir el narrativo a varias manos de lo sucedido en Colombia en el último medio siglo de vida republicana.

En una entrevista concedida al periódico El Liberal de Popayán, Guillermo Alberto González Mosquera – gobernador del Cauca durante el segundo cuatrienio de Álvaro Uribe – se quejaba durante su administración del hecho de que a su despacho entraban cada día entre 15 y 20 llamadas telefónicas relacionadas con ataques armados en alguno de los municipios del departamento. Destaco estas declaraciones de González Mosquera porque a raíz de los recientes sucesos de Toribío pareciera que de repente el país se hubiera despertado de un largo periodo de coma y la telaraña que cubría los ojos de los ciudadanos se rompe abruptamente y los rostros se sorprenden ante el estallido de un país que aparentemente ya no existía sino en los anales del pasado y en las mentes delirantes de los terroristas. ¿Quién o quienes crearon el artilugio del fin de la guerra? ¿Quién o quienes se dieron a la tarea de describir un país que en realidad no existía? Que cada uno deje de mirar en el ojo ajeno y vea en el suyo propio, como diría un tal Mateo.  La picardía y la malicia que nos endilgan a los colombianos es puro cuento chino y en realidad somos un pueblo fácil de engañar. El pueblo raso no es culpable de su ignorancia. Pero, acaso, no hubo centenares de académicos, intelectuales y centros de pensamiento que siguen el curso del conflicto colombiano, desde adentro y desde afuera, que emborronaron miles de páginas con informes traídos de los cabellos y terminaron creyéndose sus propios disparates y mentiras.

A rasgos generales los medios se han empeñado en saber sí el A-29 Súper Tucano siniestrado el pasado miércoles en los Andes caucanos fue derribado mediante una barrera de fuego ejecutada por fusileros de la guerrilla o fue un accidente por falla humana o fatiga de algún componente de la aeronave. Como siempre sucede en estos casos, la muerte se vuelve irrelevante y el deceso de los dos pilotos de combate sólo sirve para fines estadísticos. Los caídos en esta guerra solamente preocupan a sus allegados y cada vez es menor la responsabilidad moral del Estado por estas muertes, al tiempo que la sociedad no pareciera demostrar un acto de constricción por tanta sangre propia y ajena que se derrama.

Visto desde otra perspectiva lo sucedido esta semana en el norte del Cauca puede aleccionar tanto a los combatientes como a los que no lo son. Lo resumo en los siguientes interrogantes. ¿Cree de verdad el alto mando militar colombiano que es posible ganar una guerra pequeña o de montaña como la que se libra en los Andes caucanos? ¿Ha pensado la guerrilla, tal como lo ha entendido la izquierda independentista vasca, que la sola resistencia no siempre equivale a ganancia? ¿Se han preguntado los dirigentes indígenas si es cierto que las tienen todas consigo? ¿Creen los fundadores del nuevo frente antiterrorista que es posible llevar a cabo una segunda versión del país de las tinieblas? ¿Tiene la izquierda colombiana la plena convicción de derrotar la guerra mediante la política? ¿Está maduro el país para apoyar un gran pacto que permita una nueva repartición del naipe, como dijera alguien?

/ Por Yezid Arteta Dávila

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