/ Por Rafael Castillo*. Colombia siente la fatiga de la guerra, está cansada de tanta violencia y anhela una paz estable y duradera que sea mucho más que la tranquilidad en el orden. Y no es para menos porque, hoy, nadie se atrevería a discutir las preocupaciones que caracterizan nuestra realidad: compleja en lo productivo, asfixiante en lo económico, incierta en lo político y desesperada en lo social.
Qué bueno que el señor Presidente y las Farc, ahora que quieren hacer de la palabra el puente más civilizado, puedan entender que la paz, en efecto, no es sólo la ausencia de conflicto, sino la creación de un contexto, a nivel local y nacional, donde el progreso y el desarrollo estén garantizados, donde los derechos y los deberes se hayan convertido en los marcos de referencia, donde la justicia en la vida económica, política y social esté garantizada.
Pactar la paz es crear para el país un entorno saludable que no divide, sino que une y abraza. Retomo las palabras del Papa Benedicto XVI cuando dijo:“En el mundo globalizado de hoy, cada vez es más evidente que la paz se puede construir sólo si se garantiza a todos la posibilidad de un crecimiento razonable: tarde o temprano, las distorsiones producidas por los sistemas injustos tienen que ser pagadas por todos”
“La paz, en efecto, no es sólo la ausencia de conflicto, sino la creación de un contexto, a nivel local y nacional, donde el progreso y el desarrollo estén garantizados”, dice el sacerdote Rafael Castillo Torres en esta reflexión, a propósito de los diálogos del Gobierno nacional con las Farc.
Permítanme, ahora, no perder la memoria recordando los testimonios de dos mujeres montemarianas, quienes a finales de los 90 y justo cuando empezó la ruta de la muerte me dijeron: “padre Rafa estos hombres primero llegan a pedir agua y permiso para quedarse en nuestra finquita. No podemos decir que no. Detrás de ellos llegan los otros, acusándonos de ser informantes, sapos, auxiliadores, y que nos teníamos que ir”. El otro testimonio, no menos importante, decía: “Acabaron con todo: piden parte de las cosechas de la finca, se llevan la comida y los animales; luego vienen por los hijos, que ya están grandecitos, es decir de 12 a 14 años. Y, si uno se niega a entregarlos, debe abandonar su tierra o todos pagan las consecuencias. Ya no tenemos más que darles”. Campesinos abandonados a su suerte porque tenemos más territorio que Estado.
Con este trasfondo, no hay duda de que la Paz, necesariamente, debe ser definida en términos de progreso global en el que las perspectivas sean compartidas. Estas han de ser de orden económico, social y ambiental, pero sobre todo morales y éticas. ¿Tendrán, tanto el gobierno como la dialéctica marxista, la capacidad y voluntad política para colocarse en este horizonte de negociaciones?
Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, entonces se tendrá que descubrir la relación elocuente que hay entre ambos. Si el gobierno y las Farc no tiene objetivos claros y compartidos, sino de orden logístico que es la vieja trampa del Caguan, entonces la cohesión social y el desarrollo se reducirán a objetivos individuales que se reflejaran en la puesta en funcionamiento de finalidades específicas orientadas a la consecución de rentabilidad, algo que, de hecho, va a generar desigualdad, división y tensión social.
Estos mecanismos basados en las ganancias se ven claramente reflejados en el humo que dejan las locomotoras, humo que no impide ver la brecha que hay entre los que tienen y los que no tienen. Hay que evitar todo cuanto nos aleje del horizonte de la paz y de la posibilidad de ser una sociedad reconciliada.
* Rafael Castillo Torres, sacerdote y fundador del Programa de Desarrollo y Paz de los Montes de María