/ Por Víctor de Currea-Lugo*. Obreros negros contra policías negros, es la imagen que llega desde Sudáfrica, la patria de Nelson Mandela. Una protesta de mineros que pedían mejoras salariales, terminó convertida en la más violenta operación oficial desde el final del sistema de apartheid.
34 obreros asesinados y 78 heridos, es el resultado de la acción de las fuerzas de seguridad, el 16 de agosto, en una mina de platino, en lo que ya se conoce como la “masacre de Marikana”. Más allá de los debates sobre el uso de la violencia por parte de los obreros en el marco de sus manifestaciones, el daño ya está hecho: el regreso de la violencia oficial contra el descontento social.
La ola de protestas se explica por el contexto de pobreza, desempleo local, malos salarios y las inseguras condiciones laborales. Todo esto contrasta con las grandes ganancias de las empresas mineras, sector que representa la fuente de ingresos más importante del país, pues Sudáfrica tiene el 80% de las reservas de platino del mundo. A eso se suma, la división del movimiento obrero entre diferentes organizaciones sindicales que han llegado a la confrontación directa, y a las que se acusa de “aburguesamiento”.
Desde el fin del apartheid, el mejoramiento de la calidad de vida en las comunidades pobres ha sido mínimo. Un ejemplo de esto es el retroceso en la Esperanza de Vida al Nacer: de 61 años en 1994 a sólo 52 en 2010. De hecho, algunas de las consignas coreadas por los trabajadores son retomadas de la lucha contra el apartheid; al tiempo que la acción policial recordó los viejos tiempos de la segregación racial.
Desde el fin del apartheid, el mejoramiento de la calidad de vida en las comunidades pobres ha sido mínimo. Hoy, las conflictividades de este país pasan por factores económicos excluyentes.
El apartheid, palabra que traduce “separación”, estuvo jurídicamente vigente entre 1948 y 1994, fue un sistema en que las comunidades negras estaban sometidas por los afrikáners (la minoría blanca en el país). A pesar del cambio político liderado por Nelson Mandela, la estructura económica de distribución de la riqueza se mantiene, con lo cual también se mantiene la frustración de una inmensa mayoría negra: el índice GINI de Sudáfrica, que mide la desigualdad, es el segundo más alto del mundo, sólo superado por Namibia.
El 15 de septiembre pasado, la policía hizo de nuevo presencia con el fin de retomar el control de la zona minera, pero lejos de mermar, la situación parece complicarse con la expansión del conflicto a otras minas de platino, a las minas de oro, y con los llamamientos a nuevas protestas de otros sectores como el transporte.
El partido de Mandela, del Congreso Nacional Africano (CNA), desperdicia su credibilidad por el manejo de la crisis. Varios de sus líderes se benefician de las empresas mineras, como la británica Lonmin, administradora de la mina de Marikana. Así, los blancos que todavía no han abandonado Sudáfrica y la nueva élite negra, se reparten las riquezas del país.
El nivel oficial de desempleo es del 25%, pero es más grave entre población joven. Una encuesta realizada recientemente, muestra que la principal preocupación del 51% de las personas es la creación de empleo, especialmente en las zonas rurales y entre los más pobres. Por eso, entre otras cosas, la protesta social ha ido en aumento en los últimos años.
El Sida (20% de la población adulta estaría contaminada con el VIH), la pobreza y la violencia (50.000 muertos al año), ahorcan a un país que es la más grande economía africana, a lo que se suma la caída del precio internacional y de la demanda de platino. A los ojos de los trabajadores (y más aún de los desempleados), de poco sirve haber finalizado el apartheid entre blancos y negros si es remplazado por uno entre ricos y pobres.
* Víctor de Currea-Lugo es PhD y profesor de la Universidad Javeriana