Foto: Minga indígena en el Cauca | Luis E. Celis
/ Por Héctor Mondragón*. En Colombia, el desarrollo rural, la defensa de la diversidad étnica y cultural, la protección de los bosques naturales y las aguas, la recuperación de la soberanía alimentaria y de la competitividad agropecuaria y el bienestar de las comunidades rurales exige con urgencia una reforma agraria.
La reforma agraria significa demoler la barrera insuperable que para el desarrollo agropecuario y adecuado el ordenamiento ecológico, social y cultural del territorio significa la altísima renta de la tierra vigente en el país.
Colombia registra los precios de la tierra más altos de la región, incluso las tierras del Valle del Cauca son las más caras del mundo para caña de azúcar, por lo que el agrocombustible fabricado en el país carece de toda competitividad internacional y sólo se vende en el mercado nacional porque hay una ley que así lo impone. El costo de la tierra en Colombia hace perder rentabilidad a cualquier inversión productiva agropecuaria y aun más cuando se ha seguido una política de apertura a la mayoría de las importaciones y actualmente se importan más de 10 millones de toneladas de productos agropecuarios.
La causa fundamental de la elevada renta de la tierra es la elevada concentración de la propiedad. El índice Gini de concentración de la propiedad de la tierra, entre 0 y 1, subió de 0,840 en 1984 hasta 0,875 en 2009. En 2000, Antioquia era el sexto departamento en concentración de la propiedad de la tierra se refiere con un índice de Gini de 0,86, pero en 2009 pasó a ser el primero con un índice de Gini de 0,91, el más alto del país, junto con el del Valle, que pasó de 0,89 a 0,91.
Para elevar la renta, los grandes propietarios dejan de sembrar grandes extensiones. De 21,5 millones de hectáreas aptas para la agricultura, solamente se utilizan 4,9 millones, quedando 16,6 millones desperdiciadas. Esto empeoró después de la llamada “apertura económica”: el área cosechada anual se redujo hasta en 22% con respecto a 1990 y siempre ha sido 15% inferior a ese año.
La agricultura colombiana está atrapada entre la espada de las importaciones y la pared de los precios de la tierra. Cada vez más productos se importan: trigo, cebada, soya, más del 70% del maíz, algodón… Ahora hasta café. En cambio, se extendieron los cultivos ilegales, especialmente en zonas de colonización. Este ha sido el resultado espontáneo: un cultivo en una tierra que aun no tiene precio, con un producto que tiene un precio artificialmente muy alto, debido a la prohibición.
Las exportaciones legales o se extinguieron como en el caso del algodón o están en descenso debido a la crisis económica internacional, como acontece con el banano o, aun más, con las flores.
Cuarenta años después del Acuerdo de Chicoral en el cual los altos dignatarios del país determinaron que el desarrollo agropecuario sería realidad a partir de la consolidación de la gran propiedad, su resultado no podía ser peor.
Sin embargo, una y otra vez se ha insistido y se sigue insistiendo en los criterios de Chicoral, defendidos por el gobierno pasado con ardor, especialmente en el famoso caso de Carimagua. La ideología según la cual la eficiencia y la rentabilidad solamente pueden provenir de las grandes empresas y de que los campesinos son esencialmente ineficientes y atrasados ha sustentado por décadas un modelo que ya no tiene cómo justificarse.
Los apologistas del modelo gran terrateniente aseguran que van a convertir lo Llanos o como ellos los llaman, “la Altillanura”, en un emporio de desarrollo agropecuario si permiten entregar los baldío a grandes empresas o si los colonos campesinos les venden sus tierras. Esto es un sofisma.
Para refutarlo basta recordar que en los Llanos ya hay grandes propiedades y bien grandes. En el Meta están las fincas más grandes del país y su índice de Gini de concentración de la propiedad es 0,86, el sexto mayor del país. Por otra parte, los artículos 82 y 83 de la ley 160 de 1994 que autorizaban adjudicar y vender tierras baldías a grandes empresas, en extensión ilimitada, estuvieron vigentes 20 años sin que ninguna empresa se interesara en aprovecharlos.
Es decir, en las condiciones de una alta renta de la tierra, los grandes inversionistas no quieren que les vendan los baldíos a precios comerciales ni mucho que los latifundistas les arrienden caras las haciendas, quieren adquirir gratis los baldíos o territorios indígenas o en comprar a bajos precios las tierras de los campesinos, por las buenas o por las malas, de manera que al invertir en un proyecto agrícola o pecuario su lucro no va a provenir fundamentalmente del producto o de su procesamiento y mercadeo, sino del súbito incremento del precio de la tierra, que en el caso del río Meta será mayor en la medida en que el estado realice allí proyectos de navegación. Así el inversionista se habrá territorializado y en lugar de empresario agropecuario será realmente un rentista, de manera que el efecto macroeconómico será mantener el estancamiento agrario.
Por consiguiente, las propuestas del gobierno lejos de ser realmente “modernizantes”, afianzan el rentismo. El proyecto de ley de tierras y desarrollo rural amplía de 3 a 5 años el plazo para la extinción de dominio de un predio no aprovechado. De aprobarse esa propuesta la cantidad de tierra desperdiciada aumentaría, al igual que el precio de la tierra. Para completar elimina el concepto de título originario del estado para probar la propiedad, asimilándolo a cualquier negocio jurídico y ratifica la posibilidad creada por la ley 1182 de 2008 de legalizar la compra venta de cosa ajena.
Colombia registra los precios de la tierra más altos de la región, incluso las tierras del Valle del Cauca son las más caras del mundo para caña de azúcar, por lo que el agrocombustible fabricado en el país carece de toda competitividad internacional. Sexta entrega del especial sobre Desarrollo Rural y Agenda de Paz.
El proyecto del Gobierno elimina la protección especial de los territorios de pueblos cazadores, recolectores o agricultores itinerantes; desaparece la norma que reconoce el carácter inalienable que tienen 12 reservas indígenas; desconoce la presunción de vigencia de los resguardos coloniales con títulos debidamente registrados y exige una certificación del ministerio del Interior para evitar que un territorio indígena o afro sea adjudicado como baldío, dejado de reconocer como las áreas que constituyen el hábitat de una comunidad indígena (áreas de caza, pesca, recolección, protección ambiental y sitios sagrados). La eliminación de las normas que protegen los territorios indígenas va también en la dirección del rentismo, que quiere tomar gratis las tierras.
Para el sector agropecuario la vigencia del tratado de libre comercio con Estados Unidos ha resultado un nuevo golpe, que supone aun más importaciones que afectarán a los productores de leche, aves, fríjol y cereales, por ejemplo, mientras se da prioridad a las locomotoras minera y energética.
En la medida en que la agricultura se ha estancado, el rentismo ha evolucionado hacia lucrarse de las actividades mineras y petroleras y de los megaproyectos hidroeléctricos viales, tanto por la valorización de las tierras situadas en las cercanías de esos proyectos, como por la captura de las regalías mediante el control político territorial. En todo caso, la prima de la propiedad de la tierra7supera la rentabilidad de la inversión agropecuaria.
Cuando se propone como alternativa para el desarrollo rural la vía campesina, no se trata de excluir la presencia de empresas, sino de abrir un camino diferente al rentismo que resulta de la concentración especulativa de la propiedad de la tierra.
Las organizaciones campesinas de la Mesa de Unidad Agraria han redactado un proyecto de ley de tierras, desarrollo rural y reforma agraria, cuyas principales diferencias con el proyecto del gobierno radican en que enfrenta el rentismo estableciendo medidas para que los suelos sean aprovechados de acuerdo con su calidad y redistribuyendo la propiedad; busca recuperar la soberanía alimentaria; respeta los derechos de los pueblos indígenas y comunidades afro; defiende la diversidad étnica y cultural y, lo que es muy importante, establece los mecanismos institucionales para generar tecnología propia, limpia, adecuada a cada forma de producción, producto, problema y ecosistema.
La vía campesina sí puede garantizar el desarrollo rural en Colombia
El discurso oficial y los medios de comunicación insisten mucho en poner como modelo de desarrollo agropecuario a Brasil. Olvidan sin embargo diferencias decisivas: Brasil protege toda su producción nacional agropecuaria, mientras Colombia solamente protege la producción de caña de azúcar y palma aceitera; en Brasil el estado hace inversiones importantes en el sector, en Colombia no y; en Brasil existe un poderoso movimiento campesino que lucha por la tierra y por el reconocimiento de la agricultura familiar y ha presionado sobre las fincas desaprovechadas. La economía campesina sigue teniendo un gran papel en Brasil y demuestra más eficiente uso de los recursos que el agronegocio.
Por otra parte, el fracaso del proyecto de Chicoral para que la gran propiedad impulsara el desarrollo agropecuario en Colombia contrasta en cambio con el éxito de la economía campesina en Vietnam, una experiencia oculta para los colombianos.
Vietnam es un país que quedó muy pobre después de las guerras. Sin embargo es ahora es un país sin latifundio y las fincas no superan las 6 hectáreas. De ser un importador, Vietnam se convirtió en el segundo exportador mundial de arroz y actualmente es el segundo productor y primer exportador de café y segundo exportador de nuez de marañón y, un gran productor de ñame, té y carne de aves. Esto a partir de un decreto de 1981 que promovió el predominio de las parcelas familiares y el respeto y fomento de la iniciativa campesina. A partir de ahí, la agricultura vietnamita se convirtió en un éxito de dimensión mundial. El éxito se debió también a un fuerte apoyo del estado al sector, a la integración de la agricultura y ganadería con el aprovechamiento forestal y la pesca y en especial a la intensa generación de tecnología propia.
Colombia en cambio ha fracasado con el modelo de gran propiedad. Ni el proyecto de instaurar el modelo de los sultanes malayos ha alcanzado más que una cierta expansión de la palma aceitera, limitada entretejida con las zonas de mayor violencia y desplazamiento forzado, pero limitada por los precios de la tierra en las otras áreas que hacen que su costo de producción sea 82% más alto que en Malasia.
Para el trabajador rural lo que se han impuesto salarios bajos mediante sistemas que ocultan la relación laboral como las “cooperativas de trabajo asociado” y los “contratos sindicales” o mediante la tercerización. La alta renta de la tierra se identifica directamente con los bajos salarios.
Como no hay tecnología propia, toda la “productividad” proviene de la superexplotación del obrero agrícola. Las tecnologías compradas a las transnacionales, además de crear dependencia y costar caro, conducen a fracasos y quiebras como la del algodón transgénico en Córdoba.
El proyecto de ley de los campesinos propone otra ruta. Ha sido elaborado para discutirlo con la sociedad colombiana y presentarlo al Congreso de la República. Fue radicado ante los organismos que coordinan la consulta previa a los grupos étnicos, pero el gobierno se niega a dejarlo consultar simultáneamente con su proyecto y alega que los campesinos deben pagar su propia consulta.
Ahora que el tema del desarrollo rural es el primero que se tratará en los diálogos de paz de La Habana, a partir del lunes 19 de noviembre próximo, la Mesa de Unidad Agraria ha expresado que espera su proyecto sea tenido en cuenta por las partes y que desea que esas negociaciones puedan culminar con éxito.
Hay que tener en cuenta que la guerra perpetua ha sido el motor del desplazamiento forzado y de la concentración especulativa de la propiedad de la tierra y en un círculo vicioso la alta renta de la tierra que esa concentración sostiene, ha estimulado y sigue estimulando la violencia por el control territorial, las masacres, el despojo, la colonización de los bosques y los cultivos ilegales.
El conflicto armado por otra parte se ha convertido en un gran obstáculo para que las comunidades rurales se movilicen en todo el país para cambiar el modelo de ruralidad que mantiene en el estancamiento al sector agropecuario colombiano, desplaza forzadamente del campo a cientos de miles de compatriotas, golpea los territorios de los grupos étnicos, devora los bosques, destruye los ecosistemas y acrecienta la concentración especulativa de la propiedad de la tierra.
El país necesita proteger su sector agropecuario, enfrentar la concentración especulativa de la propiedad rural, reducir los precios de la tierra, generar tecnología propia y priorizar la producción de alimentos. Esto puede darle a Colombia soberanía alimentaria, desarrollo rural, respeto a los derechos de los pueblos indígenas y comunidades afros y raizales, más bosques preservados, mejoramiento del nivel de vida y paz.
Una negociación de paz exitosa sería en sí misma un paso para que millones de colombianos conquisten esa ruralidad diferente.
*Investigador, consultor del Instituto Latinoamericano para una Sociedad y un Derecho Alternativos –ILSA-