Entre 1957 y 1958 rodaban, literalmente, cabezas en Colombia y la mayoría de los actuales colombianos no habíamos nacido y desconocíamos lo que el destino nos tenía preparado. En Sitges, un balneario catalán e icono de la cultura gay europea, dos ex presidentes colombianos y católicos para más señas, trataban de matar a una perra llamada “Violencia” que habían heredado y criado al alimón en las feraces tierras tropicales. Consiguieron, mediante una alianza llamada Frente Nacional, matar a la perra pero se olvidaron de los perritos. Antes, en el balneario valenciano de Benidorm, los dos jefes políticos le estuvieron dando vuelta al asunto.
Por cuenta del senador Roberto Gerlein Echeverria -un hombre dicharachero a quien escuché por las calles de Barranquilla por allá a principio de los setenta cuando un voto valía lo mismo que una botella de Ron Blanco- Colombia se volvió el hazmerreír y la vergüenza ante el mundo. El senador expuso, mediante un discurso escatológico pronunciado en el Congreso dela República, su rechazo a los matrimonios entre personas de un mismo sexo. Sobre este tema defiendo la posición contraria a la exteriorizada por “Robertico”, como le dicen sus adictos enla CostaAtlántica.Estoy en las antípodas ideológicas de Gerlein Echeverria pero amparo su derecho a expresarse libremente sobre éste y otros asuntos porque la democracia consiste, entre otras, en decir lo que se piensa. Empero, hay que hacerle ver al senador de raíces laureanistas que sus electores merecen un trato amable, lo mismo que las personas que han elegido hacer con su vida privada lo que le mandan sus sentimientos. Los discursos incendiarios no han dejado más que desolación en Colombia.
En ocasiones la violencia se expresa de otra manera: vertiendo sangre ajena. Por cuenta de unos graciosos y terribles soldados empeñados en afinar su puntería empleando como blanco a un enflaquecido perro criollo, el mundo se enteró, con imágenes incluidas, que la maldad empollada en Colombia no tiene límites. Se cuentan historias de hombres y mujeres que comenzaron matando pajaritos y lagartijas con una honda, luego mataron gatos y perros a palos y finalmente se sintieron cómodos matando cristianos con una pistola nueve milímetros. En las prisiones y sobretodo en las calles y campos hay chicos que llevan en este mundo menos de un cuarto de siglo y sin embargo no les alcanzan los dedos de las manos para contar los asesinatos que han consumado con solo apretar el gatillo.
Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo, los hombres de Sitges y Benidorm, creyeron ingenuamente que en la zona tórrida colombiana el odio y la sevicia desaparecerían de la noche a la mañana con sus solas firmas. Los perritos quedaron sueltos, crecieron y se reprodujeron y siguieron haciendo de las suyas: unas veces con la palabra, y cuando no, con lo que tienen en la mano: un garrote, una soga, un puñal, un rifle, una sierra eléctrica…con lo que sea. La violencia y el odio enquistados. Es lo que hay, dicen los españoles, en su lenguaje coloquial.
Hay quienes aplauden el fin de la guerra en otras latitudes pero se esmeran en que la nuestra nunca acabe, pues los mismos que se pusieron bravos en Colombia por la medida tomada por las Farc, ponderaron lo sucedido en Palestina.
José Eustacio Rivera confesó en La Vorágine que jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia. Habría que preguntarnos si sólo fue el corazón del escritor opita que quedó aprisionado en los vórtices del fanatismo o somos todos los colombianos quienes estamos marcados por ese destino maldito. Y no sólo los colombianos de nacimiento sino también a algunos de adopción a quienes les basta el sólo pasaporte dela República de Colombia para acometer contra todo lo que se mueve en el territorio nacional y emplean la tinta y el papel para agredir o alargan la mano para abofetear a quien consideran “el contrario”, un calificativo que, en nuestro país, vale por el concepto de “enemigo”. En un Estado con tanta rabia amontonada no hace falta que venga alguien desde afuera para sumar la suya a la nuestra. Con la que tenemos nos ha bastado para matarnos y aún sobra para la otra vida si en verdad existe.
A veces les hago ver a algunos de mis más entrañables amigos de la izquierda que es una tontería emplear un lenguaje descalificador para rebatir otras ideas. En el polo opuesto, observo a un sinnúmero de columnistas que usualmente publican en periódicos de gran tiraje, la manera como desperdician sus espacios escribiendo una letanía de insultos contra equis o zeta. Más argumentos y menos bronca. Es lo mínimo que merece el lector que religiosamente saca unos pesos de su bolsillo para comprar en el quiosco un periódico o una revista. En ocasiones se encuentran comentarios de los lectores con más lucidez y responsabilidad que el contenido de ciertas columnas de prensa. Los padres y los maestros nos enseñan desde pequeños a no jugar con la candela y menos aún con una bomba de relojería como lo hacen ciertos adultos con su pluma o su verba. Es humano tener ilusiones y hasta los asesinos se ilusionan con la felicidad y por esta razón no me explico el porqué algunos se empecinan en joderle la vida a los delegados del gobierno y la guerrilla que tratan de ponerle fin a la violencia mediante un acuerdo de paz justo y duradero. Si esto no lo paran ahora lo más probable es que Colombia termine pareciéndose más a las convulsas e ingobernables republicas de Honduras y Guatemala que a la calmada Uruguay.
Las FARC decretaron un cese unilateral de acciones ofensivas y hubo muchas personas influyentes del país que se pusieron bravos por esta decisión. En Gaza, después de una semana de terror, Israel y Hamas acordaron un alto al fuego y el mundo entero lo celebró, es más, los mismos que se pusieron bravos en Colombia por la medida tomada por los rebeldes ponderaron lo sucedido en Palestina. Hay quienes aplauden el fin de la guerra en otras latitudes pero se esmeran en que la nuestra nunca acabe. El pesimismo de la razón, como dijera un expresidiario de apellido Gramsci, me lleva a pensar que la reconciliación, si de verdad se piensa en ella, no será misión fácil en un llano en llamas llamado Colombia y dónde los perritos siguen dando la lata.
/ Por Yezid Arteta Dávila