Paz lenta o «paz exprés»: ¿qué tipo de paz es posible en Colombia?

/ Por Jenny Pearce*. Iván Márquez, el negociador de las FARC, ha rechazado lo que denominó «paz exprés». Por otra parte, el gobierno tiene la esperanza de que el final del conflicto armado se pueda negociar en un periodo de entre 8 y 12 meses. En Oslo, en los discursos inaugurales del 17 de octubre, ante un público mundial al que se podía dirigir por primera vez, Márquez causó consternación cuando indicó que las FARC podrían tener la intención de ir más allá del rígido calendario y de los cinco puntos de negociación laboriosamente acordados durante las conversaciones secretas de pre-negociación.

Estos cinco puntos (política de desarrollo rural, participación política, fin del conflicto, el problema de las drogas ilegales y los derechos de las víctimas) son, en sí mismos, muy significativos; y la cuestión de la tierra, uno de los más espinosos, fue elegido como primer punto de discusión tras el traslado de las conversaciones a La Habana en noviembre. Sin embargo, Márquez aclaró que, para las FARC, la cuestión de la tierra no se reducía a la Ley de restitución de la tierra y de desarrollo rural diseñada por el gobierno. Quería poner sobre la mesa la agenda de «suelo, subsuelo y sobresuelo,» que incluye las amplias áreas de la minería y la energía, la propiedad de la tierra, la industria agrícola y forestal, el papel de las multinacionales y la inversión extranjera. Dicho de otro modo, hizo referencia al modelo de desarrollo de Colombia. Lo más probable es que esta agenda, más amplia, desbarate las posibilidades de un camino rápido hacia la paz.

No obstante, Márquez utilizó ese momento frente al escaparate universal para comunicar mensajes a un público más amplio, más que para anunciar un cambio real en su agenda negociadora. Entre otros, sus mensajes planteaban que las FARC no se sentarían en la mesa obligados por una sensación de debilidad militar, para negociar la «paz de los vencidos», sino que negociarían «la paz de la justicia social». Más tarde, Alfredo Molano escribía en El Espectador: «Una negociación sobre intereses que durante medio siglo se han tratado de resolver a balazos no podría haber comenzado con besos». Sin embargo, Márquez nos hace reflexionar sobre lo que se puede esperar de las conversaciones de paz y sobre qué tipo de paz es posible en Colombia.

Los colombianos buscan desesperadamente poner fin a la violencia que ha asolado el país durante décadas. El antiguo periodo llamado «la violencia» finalizó a finales de la década de los cincuenta, con un acuerdo de paz entre las élites de los partidos Conservador y Liberal, que pusieron en marcha un acuerdo político para alternarse en el poder, conocido como Frente Nacional (FN), que formalmente se prolongó entre 1958 y 1971, pero que informalmente duró más. Este arreglo redujo espectacularmente la violencia interpartidista. A pesar de todo, emergió un nuevo tipo de violencia, con la fundación de grupos de guerrilla, influidos por motivaciones sociales e ideológicas diversas, que tenían el objetivo de desafiar el orden político y social posterior a «la violencia». El FN inició una modernización de la economía colombiana que aceleró el desplazamiento de la población desde las zonas rurales a los centros urbanos, pero que agravó el problema de concentración de la propiedad de la tierra y las desigualdades sociales, que actualmente sitúan Colombia como el tercer país más desigual de América Latina y uno de los más desiguales del mundo.

Las conversaciones de paz no tendrán éxito si se afronta toda la agenda necesaria para construir una paz sostenible.

La exclusión social, económica y política, son las causas principales de la violencia que ha sacudido el país, pero no la explican totalmente. Los mecanismos de reproducción de la violencia en Colombia son múltiples. Incluyen el papel del ejército al desbaratar esfuerzos de paz anteriores, las alianzas de las élites ricas con grupos armados o paramilitares privados contra la amenaza de la guerrilla, el surgimiento de cárteles violentos de traficantes de drogas, y la criminalización de todos los grupos armados por su entrada en la actividad del tráfico. Sobrevuela las conversaciones una negra nube de violaciones masivas de los derechos humanos de la población civil. Un gran número son mujeres, muchas de ellas víctimas de la violencia sexual infligida por todas las partes en conflicto, sin embargo sus voces no estarán representadas en la mesa. Tan solo hay una mujer en la delegación, Tanja Nijmeijer, la combatiente holandesa conocida como Alexandra y que fue aceptada en el último momento como miembro de la mesa.

Las conversaciones de paz no tendrán éxito si se afronta toda la agenda necesaria para construir una paz sostenible. Necesariamente, decepcionarán. La pregunta es: ¿hasta qué punto? La cuestión de la impunidad y la amnistía es una carga muy fuerte para el proceso. ¿Cómo se pueden defender los derechos humanos si son canjeados por «paz»? ¿Las negociaciones pueden convencer a las FARC de confiar en que el Estado protegerá a sus militantes desmovilizados? La última vez que intentaron construir una opción política, la Unión Patriótica, el número de miembros asesinados llegó a una cifra estimada de 3.000, lo cual también oscurece las perspectivas de las negociaciones para las FARC. Esta vez, en la mesa hay militares retirados que forman parte del equipo negociador del gobierno, lo cual es una manera inteligente de persuadir las fuerzas armadas de unirse al proceso de paz. Las conversaciones tienen que posibilitar que la agenda más amplia planteada por Márquez sea objeto de lucha política una vez se haya acordado el final del conflicto armado. Las FARC, con su propia historia de autoritarismo y abusos, tendrán que aceptar que no son las únicas representantes de la lucha por la justicia social. A lo largo de las últimas dos décadas, el activismo social en Colombia ha salido de la sombra de las fuerzas de la guerrilla, pero estas voces no se sientan en la mesa de negociación.

Hay que considerar que las conversaciones de paz sólo son la primera fase del proceso de paz. Se tienen que centrar en las condiciones para abandonar las armas. Sin embargo, eso no significa que haya que posponer la agenda de paz más amplia. El debate que las conversaciones de paz abrirán hará que las voces excluidas se puedan oír más que nunca. Hay otros temas a debatir en paralelo a las conversaciones formales, que incluyen la importante cuestión del imperio de la ley. Lo contrario de la paz es la violencia, no la guerra, y las conversaciones, por sí mismas, no pondrán fin a las múltiples formas de violencia que han acabado considerándose «normales» en muchas regiones de Colombia. El tráfico de drogas tiene que tener un lugar prioritario en la agenda. Su persistencia minará las perspectivas de una paz a largo plazo. Finalmente, pero no menos importante, está la cuestión de: ¿quién pagará la paz? Sin un futuro productivo, los actores armados desmovilizados tendrán pocos incentivos para apoyar la paz. Anteriormente las élites ricas de Colombia y los inversores extranjeros aceptaron pagar un impuesto de guerra. Es el momento de recaudar un impuesto de paz. Éstas son las agendas de la «paz lenta» que tiene que poner fin a los ciclos intergeneracionales de violencia. Debe empezar mientras la «paz exprés» pone fin a la guerra tan rápido como sea posible.

* Profesora del Departamento de Estudios de Paz y directora del Centro Internacional para Estudios de Participación de la Universidad de Bradford, Reino Unido.

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