Autenticidad, el santo grial del periodismo: Jon Lee Anderson

Imagen: cortesía tertuliainfinita.com

/ Por Mónica Mateos-Vega y Alondra Flores.  “La autenticidad es el santo grial del periodismo. Y la santísima trinidad del oficio, que siempre debe estar presente a la hora de escribir, consiste en tener estructura, idea y sobre todo ética”, recomienda Jon Lee Anderson (California, 1957) a los jóvenes colegas y estudiantes que participan en el taller de periodismo narrativo que impartió en esta ciudad, invitado por los organizadores de la tercera feria del libro de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).

Sus palabras no reflejan un espíritu religioso, sino la efervescencia noticiosa del momento: se acababa de anunciar al mundo que se eligió como Papa a un cardenal argentino, y el periodista estadunidense, en un descanso de 15 minutos, debió redactar un comentario de 5 mil caracteres, acerca de quien llamó “Francisco el Humilde”, para enviar a la revista The New Yorker, de la cual es corresponsal.

Puntual y comprometido, como si se dispusiera a realizar la cobertura de un bombardeo en zona de guerra o a reportar desde una ciudad devastada por una catástrofe natural, luego de haber viajado más de 11 horas desde Londres, su lugar de residencia, aún bajo los estragos del jet-lag, comparte durante tres días con los talleristas las experiencias profesionales que ha enfrentado en 30 años.

“El mejor reportero del mundo”, “el heredero de Kapuscinski”, son los motes que, de entrada, derriba para “desmitificar” su persona y enfocar la atención en la sustancia de un oficio que, al ser un servicio público, explica, requiere no ser ostentoso, para tener ojos y oídos abiertos con el fin de percibir el mundo más allá de las apariencias, con “una suerte de intuición instruida e instinto”.

Y recalca: “No se a quién se le ocurrió llamarme así, ‘heredero de Kapuscinski’, si bien no me enoja, no considero justo para Kapu andar llevando su apellido a cuestas, es de él. Es cierto que al descubrir su obra me deslumbró, porque me sentía acartonado ante los medios existentes y se convirtió en un gran referente, pero dénme mi nombre y ya está”.

Autor de una de las biografías más completas de Ernesto Che Guevara (Che Guevara: una vida revolucionaria, 2010, editado por Anagrama), Anderson está convencido de que un periodista sólo es un instrumento para que los lectores miren, sientan, conozcan, se indignen y, a veces, hasta sientan vergüenza ante el acontecer de otras realidades.

Si un periodista no sabe o no quiere contar bien esas historias y disfraza la verdad, como muchas veces ocurre en la televisión, entonces “debe drogar a su audiencia, es decir, entretenerla”. Así explica el hecho de que en ese gran medio de comunicación existan, en su opinión, muchos, demasiados, “farsantes”.

Porque la reportería, reitera, “ha de ser con experiencias primarias, sentir al mundo en carne propia, sentir la condición de quienes viven la vida, entenderlos y, luego, relatarlo sin protagonismos”.

Hay que fajarse con el lenguaje”

Estudiantes de historia, de literatura, reporteros de los principales periódicos y revistas regiomontanos, y algunos que llegan de otras ciudades, escuchan al gringo que lo es quizá sólo por que así lo dicen su pasaporte y su apariencia.

Pero Jon Lee se define como ciudadano de otras tierras, de las “periferias”, de las que están muy lejos del “imperio” donde nació. Habla un perfecto español caribeño, una mezcla de cubano, con giros coloquiales venezolanos y una pizca de colombianos.

Su añoranza perenne por África, la tierra que le descubrió en su adolescencia su adicción por la aventura, lo ha llevado a recorrer varios países de ese continente para relatar al mundo la náusea y los crímenes provocados por dictadores como Muammar Gaddafi, Charles Taylor y Sadam Hussein. También son indispensables para conocer su pluma las semblanzas que ha escrito de Augusto Pinochet y Hugo Chávez, entre otros.

Pero ser periodista, continúa, no se trata sólo de la adrenalina de buscar historias dignas de ser conocidas por sus lectores, hurgando en un país lastimado por la guerra o por un terremoto, luego viene la pasión de enfrentar la hoja en blanco: “Es ahí donde uno tiene que fajarse con el lenguaje, fajarse en el sentido cubano, no mexicano”, bromea.

Pues resulta, añade, “que al escribir abrimos una especie de caja de Pandora, brotan cosas del subconsciente, y en el momento de rememorar lo que vivimos uno se da cuenta si logró captar ese algo mágico que tiene un valor especial o si sólo le salió algo mediocre, porque hay que buscar más allá de los discursos hechos, acercarse a lo que tenga profundidad histórica, con originalidad”.

El periodista asegura que durante tres décadas, aún con premios y reconocimientos internacionales en el bolsillo, nunca se ha sentado en sus laureles ni recomienda que ningún colega lo haga, porque al final “nadie viene a pasarnos el abanico”.

Detalla que para entregar a su revista “una pieza de largo aliento” necesita al menos tres semanas para reportear bien y tener la vivencia necesaria. En otras dos o tres semanas escribe un primer borrador que presenta a su editor, quien le hace agudos comentarios, y se requiere otra semana más para que el verificador de datos haga su trabajo sobre lo escrito: “Si uno se lanza a la reporteada sin tener idea de lo que se busca, nunca sabe cuándo terminar, y eso lo he aprendido a palos de mi editora, quien en algunas ocasiones me ha dicho ‘Jon, ¿where is the fucking idea?’”

Además de la estructura, que es la base formal del texto, en el que “no es ningún crimen mezclar periodismo y literatura, siempre y cuando el lector entienda que se ha hecho”, hay que tener ética al presentar un trabajo periodístico, porque toda la información que un periodista recaba “es arcilla que moldeamos, pero tenemos una responsabilidad mayor cuando escribimos acerca de la guerra, pues ahí se trata de cosas de vida o muerte.

“Es decir, en el proceso creativo hay reglas éticas tan sencillas como: ¿te consta lo que escribes?, lo que no debes hacer, ¿lo sabes? Si uno tiene errores en este aspecto, por supuesto es castigado socialmente, puede que hasta la esposa le deje de hablar a uno, pero, sobre todo, se revelan las flaquezas morales del periodista”.

Colegas tragados por el poder

Jon Lee Anderson advierte acerca de los riesgos que implican ejercer el periodismo de manera cercana al poder: “hay colegas que han sido tragados por éste, algunos se salvan, pues se hunden sólo hasta las rodillas, otros no. Por eso es importante conocerse, saber qué se quiere”.

Uno de sus grandes motores, útiles para cruzar esos pantanos sin hundirse, dice, es “tratar de hacer entender el mundo de afuera a la gente de mi país, que no califiquen a las personas con más matices de lo normal. Si mis lectores están cargados de estereotipos o prejuicios, intento hacerles ver y comprender a los otros.

“Sin ser pacifista, también tengo un instinto por querer resolver la violencia y explicarla a las personas, para que tengan elementos de prevención, porque estoy convencido de que las guerras son provocadas por la negligencia de la sociedad. Las guerras son evitables, pero no ponemos empeño en percatarnos de ello.

“También aborrezco y me joden el dogmatismo, los credos acartonados, todos aquellos que no son capaces de mirar fuera de su barco. Por eso con mi trabajo intento inquietar y estorbar a la conciencia de esas personas”.

Si un periodista deja de hablar de las injusticias sociales, puntualiza, “está sirviendo al que tiene el poder, aunque no quiera”.

Es inevitable pedir al maestro de varias generaciones de periodistas (gracias también a los talleres que imparte en varios países latinoamericanos, organizados por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, institución fundada por Gabriel García Márquez) que opine acerca de la situación que ha hecho que algunos medios de comunicación del norte de México dejen de publicar noticias acerca de la delincuencia organizada debido a amenazas.

Y responde: “El narcotráfico es lo más nefasto del mundo porque no emprende una guerra ‘normal’, no hay una frontera donde sentirse seguro. Nunca haría sentir mal a un colega que ha dejado de cubrir información del narcotráfico, cualquiera que sean sus motivos.

“Mi consejo es que no dejen de escribir, aunque sea sólo para ellos, para sacarse el clavo (o la espina, diríamos en México), y tener bien guardados esos textos. Uno nunca sabe, quizás algún día esa información que no se pudo publicar en su momento pueda salir a la luz y ser parte de la historia.

“Muchas personas me preguntan cómo no quedar loco o afectado por todas las experiencias que me ha tocado cubrir. Me saco el clavo escribiendo, porque es verdad que uno no llega al final del día sin heridas. Hay algunas memorias que afectan más, por eso las escribo, me voy saneando por la experiencia de compartir”.

La última pregunta a Jon Lee Anderson, de parte de los talleristas que durante poco más de nueve horas (repartidas en tres aleccionadores días), han estado atentos, casi sin pestañear, a sus palabras, es acerca de cómo se protege en sus andanzas por países sin ley, donde ha tenido que ir encubierto, o acompañado por orejas del régimen en turno, o donde ha estado a punto de morir por alguna bala o de ser torturado al ser confundido con un traficante de diamantes.

¿Pide auxilio en su embajada? ¿Llama a su revista para que le manden ayuda?: “Nunca he confiado en las embajadas, y ¿qué pueden hacer mis editores estando ellos en Nueva York?; sólo me dicen: ‘Jon, ten precaución’. ¿Cómo me protejo? Trato de mantenerme vivo por instinto y siempre dándome cuenta dónde esta mi sombra. También llevo en el bolsillo una piedrita que me dio mi hija, y ya está”, concluye.

Texto  publicado en el diario La Jornada de México.