Por:Ricardo García Duarte
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Que si las FARC, con sus antecedentes criminales, pueden participar en política; además rodeadas de las garantías del caso; es el punto que ahora se discute. Pues claro que lo pueden hacer, si firman un acuerdo de paz! Deben hacerlo; por lo que el Estado queda obligado a protegerlas, no solo por honrar la palabra empeñada frente al antiguo enemigo, sino por su compromiso con la paz. Compromiso este, que es de orden superior, por parte de todo estado moderno; pues le da razón a su existencia como soberano; de modo que sin coronar la paz interior, deja de ser completamente soberano; y ni siquiera llega a ser un Estado.
Agenda con reformas y con procedimientos de paz
Con los avances de la agenda en La Habana – factible ya un entendimiento sobre el espinoso tema agrario – emerge a primer plano la conversión de la guerrilla en partido; algo que debiera ser el resultado natural de un pacto entre el Estado y los alzados en armas.
La negociación, en un caso como éste, contiene – ya lo hemos dicho – dos campos de discusión y decisiones. El de las reivindicaciones programáticas, traducibles en reformas. Y el campo procedimental, concerniente a la cesación definitiva de la guerra y a la puesta en marcha de la participación por el insurgente en la política legal.
Que haya lugar a concesiones en materia de reivindicaciones sociales, depende mucho de una correlación de fuerzas en favor del movimiento en armas; lo cual debería coincidir con una cierta necesidad histórica de la nación; ajustada por lo demás a alguna disponibilidad de las élites en el camino de ese tipo de reivindicaciones.
Como la fuerza de los insurgentes suele no ser lo suficientemente grande como para conseguir, no ya el poder, sino ni siquiera algunas reformas serias, más de una negociación termina solo centrada en la dejación de las armas, en la amnistía correspondiente, y en el paso hacia la lucha civil.
Modelo mixto
El proceso entre las FARC y el gobierno constituye un interesante modelo de carácter mixto. Combina tanto las reivindicaciones sociales – el tema de tierras –, como el tránsito de las balas a los votos. No está huérfano de reformas; y al mismo tiempo contempla la mutación de la guerrilla en partido. Previo, eso sí, algún tipo de tratamiento político y judicial a los delitos de los llamados insurgentes; solo que ahora, no de un modo tan amplio como lo suponían antes el indulto y la amnistía.
Casi con un acuerdo sobre tierras en el bolsillo, se abre el terreno para la discusión sobre los términos de la participación política de las FARC, a cambio de su dejación de las armas.
La participación política
Dichos términos incluyen: 1) el tratamiento del Estado a los delitos de los subversivos, tipificables, como atrocidades o como crímenes de lesa humanidad; 2) la inserción de los guerrilleros a la vida civil; y 3) la transformación de las FARC en partido.
Diseñar estos términos debiera ser algo más sencillo de lo que surge en la realidad debido a los intereses y percepciones que se levantan de parte y parte. Y debiera ser una tarea más sencilla si se tomara en cuenta la tradición humanista de Occidente que rodea tanto las consideraciones sobre el delito político como las razones de la resistencia contra los gobernantes. Lucha esta última legitimada dentro de los imaginarios filosóficos de la racionalidad occidental, los mismos que se refieren al derecho natural y a la rebelión.
Claro: ningún tipo de lucha, por más inspiración política que tenga, justifica las atrocidades y los crímenes de lesa humanidad. Además, la impugnación de tales hechos hunde sus raíces en ese mismo “derecho natural”, que jerarquiza en un primer nivel el valor de los derechos humanos.
Un dilema en el curso de la paz
Sin embargo, esa contradicción entre el subversivo, con derecho a rebelarse, y la necesaria punición de sus crímenes, solo pone de presente la existencia de un dilema que debe resolverse en el horizonte de la paz. Si el horizonte fuese la guerra, tendrían cabida los razonamientos de quienes privilegian el castigo pleno y la reivindicación de la seguridad.
Siendo, por el contrario, la paz, la que se sitúa en un horizonte real de reconciliación; filosóficamente hablando, es el componente político del sujeto ilegal, el que retoma un lugar preponderante en el sentido que orienta sus acciones. Además, el Estado recupera su posibilidad de reconstituirse como el ente soberano, apoyado en una convivencia renovada de sus ciudadanos; en una reeditada “comunidad política”, si prefiriéramos hablar en términos russonianos. Dada una coyuntura de esa naturaleza, la seguridad y la guerra se subsumen en la paz; la cual pasa así a proporcionar el espíritu real del Estado; su fin último; por encima de venganzas o, incluso, de justicias puramente punitivas.
El criterio que se desprende para una negociación es entonces el de dar preeminencia a la paz sobre la justicia, en la medida en que la paz es la redefinición del Estado y de la misma justicia; aunque desde luego la primera tenga que integrar elementos claves de esta última, como el reconocimiento y la visibilización de las víctimas, la reparación, la verdad, la aceptación de los delitos, y naturalmente los castigos cuya materialización eventualmente quede sometida a las condiciones y plazos de ciertos comportamientos ejemplares.
Este modo de resolver el dilema entre paz y justicia implicará por otro lado el empeño del Estado en brindar condiciones de favorabilidad para que el abandono de las armas por parte del subversivo le signifique a éste compensaciones en el campo de la representación política (curules o cosas por el estilo, bajo cuotas razonables); todo lo cual no se convertiría en un premio a la lucha armada, o a los crímenes, sino a su abandono.
Semanario Virtual Caja de Herramientas Edición N° 00349 – Semana del 03 al 09 de Mayo de 2013