La lección de Nicaragua

En Colombia  siempre hemos mirado a Nicaragua con suficiencia, como “un  pequeño país centroamericano”. Vana y falaz actitud, propia de un país y una dirigencia experta en “mirarse  el ombligo”, que no es otra cosa que un despliegue único e interminable de insolente provincialismo.

Lo digo ante  el deplorable espectáculo de unos dirigentes políticos enfrascados en una pelea de comadres que contrasta con la consistencia que ha tenido ese  “ese paisito”, Nicaragua, desde siempre, en tiempos de Somoza pero también del sandinismo, frente a la disputa limítrofe. En contraste con  nuestro  triste aquelarre de pequeñas amarguras y desorbitadas ambiciones, los nicaragüenses han mostrado por el contrario, capacidad y seriedad a la hora de anteponer el interés nacional sobre las pequeñas ambiciones personales. Por eso  nos derrotaron, con argumentos discutibles pero eso sí, con una tenacidad y un empeño a toda prueba.

Encerrados en nuestras montañas (López Michelsen hace 40 años nos definió como “el Tibet suramericano”) y escudados en el estereotipo de que somos un país de abogados, de hábiles negociadores, nunca le dimos mayor trascendencia al Archipiélago de San Andrés y mucho menos a las pretensiones nicaragüenses expresadas clara y reiteradamente desde 1926  cuando la firma del Tratado Esquerra-Bárcenas que fijó nuestras fronteras marítimas con ese país. Desde entonces los Nicas, han sido consistentes en  sus pretensiones asumidas como  un asunto de interés nacional, una postura conocida pero que subestimamos por cuenta de nuestra  falsa sobrades.

La reacción colombiana frente a la derrota por la disputa limítrofe es desoladora: una vendetta entre dos ex presidentes  y un gobierno que se ha dejado arrastrar a la gresca.

La estrategia nicaragüense se afirmó  aún más  con  los Sandinistas en el poder. En 2001 llevaron al Tribunal Internacional de La Haya la demanda contra Colombia por las zonas limítrofes en disputa y nombraron un embajador experto en el tema, Carlos Argüello, y un equipo negociador  que lleva estos 12 años al frente del cañón  hasta lograr  el fallo que hoy lamentamos. Entretanto  del lado colombiano se pierde la cuenta de los cambios abruptos en tan sensible frente internacional.

Es un caso en el que todos nuestros gobiernos tienen responsabilidad, “como en Fuenteovejuna, todos a una”. Nos condenó nuestra inveterada falta de profesionalismo en el servicio diplomático y de una política internacional de largo plazo, en lo cual Nicaragua nos dio “sopa y seco”. Nos pasó cuenta de cobro la ausencia histórica de un  sentido de propósito nacional, que no significa unanimismo en todos los asuntos, mientras que en el litigio  tanto  somocistas como sandinistas dejaron de lado odios, rivalidades e intereses partidistas para  cerrar filas en torno a  lo  que consideran el  interés nacional.

La reacción colombiana frente  a la derrota cantada es  desoladora: una vendetta entre dos  expresidentes  y un gobierno que se ha dejado arrastrar a la gresca, nacida bajo el pretexto del fallo desfavorable pero que no es sino efluvio de los malos aires  de la reelección, a la cual habría que  desterrar  de nuestra Constitución pues solo ha logrado empequeñecer aún más a nuestra parroquial vida política. Es ella principal responsable de su degradación, como se expresa dolorosamente en la presente riña callejera  de “alto nivel”  en la que sus acalorados protagonistas irrespetan  la dignidad de su condición en una democracia y nos imponen un espectáculo al cual asistimos impotentes,  con los dientes apretados para no gritar: basta ya!

Todo esto muestra porque Colombia es hoy una sociedad desarticulada (descuadernada dijo Lleras Restrepo hace ya medio siglo) y vulnerable en su flanco internacional. Somos un país donde cada uno jala la cobija para su lado; una sociedad sin brújula ni proyecto nacional, movida al impulso de las coyunturas, pasajeras e intrascendentes, débil, por no decir incapaz, para  afrontar unidos lo que a todo nos concierne, como es hoy  el tema de la paz, que por su misma naturaleza está por encima de cualquier cálculo electoral o rivalidad política.

/ Juan Manuel Ospina

Economista y ex dirigente gremial (*Columna publicada en El Espectador)

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